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Rafael Felipe Oteriño
/ Poesía y lenguaje

¿Por qué el poeta vuelve, una y otra vez, a la práctica de la poesía? Decir que ello ocurre porque la escritura es su oficio sería una respuesta parcial y, a todas luces, simple. A su vez, ¿por qué hay poetas que, luego de toda una vida de escribir, un día dejan para siempre de hacerlo? Son dos cuestiones que están, en lo profundo, emparentadas. Puede buscarse una explicación de ambas, desarrollando la idea de que la poesía importa un contacto con lo inacabado. Su materia y ella misma son lo inacabado, y este factor es el que hace que el poeta vuelva, una y otra vez, a su práctica -que también el lector vuelva a releer el poema-, pero es asimismo lo que lleva, a no pocos, a ponerle fin a dicha práctica, sin aparente explicación. En un caso, porque se tiene la sospecha de que un nuevo intento ha de repetir la felicidad -felicidad siempre provisoria- de que el horizonte del decir ha sido alcanzado. En el otro, porque se tiene la convicción -convicción que ha terminado por desplazar a la ilusión de reproducir ese encanto- de que este horizonte no será nunca alcanzado. La explicación de estos interrogantes viene de aquel inacabamiento que, a poco que lo examinamos con atención, es de partida doble: por la materia con la que el poeta trabaja -hecha de los cambios y deslizamientos propios de la vida y, por lo tanto, inasible- y por el material con el que intenta expresarlos -el lenguaje-, que en cada intento deja en claro su propia impotencia, ya que el poema no es la vida ni la cosa, sino apenas -y esto cuando lo es- su parangón, su correlato, su espejo, su caricatura. Su réplica.

La primera explicación que surge es que, no siendo la poesía un atributo exclusivo del lenguaje, sino de todo lo existente, y siendo a su vez anterior al lenguaje y aún a la historia, que son resultado de un quehacer más elaborado, su relación con el lenguaje no es simple ni pacífica. La poesía es, en efecto, anterior al lenguaje, aunque se sirva del lenguaje; es anterior a la historia, aunque tenga su sede en la historia. Pero es, primordialmente, natural, en la medida que está en la naturaleza de lo viviente y cala en sus orígenes. Comprender esto es el primer paso para explicar ese reescribir de continuo un poema de algún modo siempre inacabado que es propio del poeta, como si su objetivo no hubiera sido alcanzado, los medios fueran inapropiados y lo realizado no pasara de ser un texto nunca del todo escrito. Comprenderlo es tomar en cuenta la batalla que se cumple en la mesa del poeta: cómo, de qué manera, con qué particulares elementos lucha por dar forma verbal a sus intuiciones, mediante palabras que prometen la llave para lograrlo y que sólo conducen al escenario en el que podrá actuarlas, sobreactuarlas y hasta representarlas, pero nunca apresarlas del todo. ¿Por qué es esto? Porque sus intuiciones pertenecen al ámbito de la naturaleza, y las palabras, hijas del uso y de la convención, pertenecen a la historia. Pero es, precisamente, por la tendencia del poeta a ir hacia los otros que traba alianza con el lenguaje y con la historia, hasta el punto de que hoy ya no reconocemos a la poesía fuera del lenguaje y de la historia. Tener conciencia de esto nos permite, asimismo, comprender la tensión -tensión que a veces toma el cariz de la lucha y otras de la torsión de espíritu- que hay entre la poesía y el lenguaje. Porque la poesía necesita del lenguaje y, al mismo tiempo, quiere escapar de él. El lenguaje es su sede pero es, asimismo, su prisión.

Desde esta dimensión se pueden tener en claro los desvíos, las violencias, las traiciones, que la poesía se ve compelida a hacer a la historia y al lenguaje. Quiere comulgar con la historia, y apela al lenguaje para alcanzar su cometido. Pero el lenguaje le muestra sus límites, y entonces trata de rebasarlo, diciendo algo que ya no es historia ni lenguaje convencional. Es invención o reinvención, que es la modalidad que tiene el arte para representar la realidad. La relación no es, como digo, ni cómoda ni pacífica. Es tensa. De extraños sentados en una misma mesa, de huésped y anfitrión obligados a convivir. Siempre la poesía está violentando al lenguaje, sea porque quiere entrar en él, sea porque quiere alejarse de él. Por eso es válido decir que la poesía quiere borrar la historicidad del lenguaje, a fin de volverlo naturaleza: a fin de que éste sea, antes que una convención, el contenido de palabras concretas y primordiales aún no rebajadas por el uso. Cuando árbol podía designar al árbol pero también al padre y al vigía. Por todo esto, pretender reflexionar sobre la poesía nos impone, en primer lugar, aceptar que hemos de entrar en un círculo de tensiones, torsiones y amalgamas nunca del todo explícitas. Que nos hemos de topar con el Misterio, con lo Secreto de la existencia, con lo Oracular, con la Huella y el Vestigio antes que con reglas o preceptivas que puedan ser aprendidas y, a la postre, cumplidas, y que, si las hay -que, por cierto, las hay-, son temporalmente posteriores a su existencia. Si escribimos y leemos poesía hemos de estar preparados para caminar por terrenos en los que el extrañamiento nos asaltará a cada paso y en el que la incertidumbre será más insistente que la certidumbre, aunque tenga a su lado a la revelación o el descubrimiento. Es que habremos asistido a un escenario en el que irrumpirá una voz nueva, que es la contracara feliz de aquella lucha. Sí, porque también podremos hablar de felicidad. De felicidad por la zona esclarecida y de felicidad, también como lectores, por la lectura que recupera esa voz y, haciéndola suya, siente curar aquella sensación de extrañamiento.

Prueba del carácter natural de la poesía es que uno comienza su práctica sin conocimiento previo. Eso sería impensable en otras disciplinas, que exigen aprendizaje o frecuentación. Pero en la poesía uno comienza de manera vertiginosa: como en un rapto. Como si ya lo supiera. Hasta que comprende, luego de los años, que la vida entera, los libros leídos, los libros que fue escribiendo, fueron su escuela. La paradoja está en que, llegado ese momento, cuando, teóricamente, el poeta se encuentra enriquecido por el aprendizaje realizado, también comprende que el nacimiento de la poesía estaba, empero, asistido por una cierta magia, sin la cual el poema no hubiera podido ser escrito. Magia que hace que las gastadas palabras del uso común puedan cobrar una resonancia nueva, como de recién nacidas, con toda su carga de origen. De ahí que no sea impropio decir que lo que el poeta hace es estirar la masa -la masa del lenguaje- para saber qué hay allí dentro. Qué hay en la memoria de las otras voces que escribieron antes que nosotros, qué en el continuun de la lengua. Así es posible decir que es el lenguaje el que le dicta la próxima línea y las ulteriores. Por escrituras, sobreescrituras y correcciones, el poeta trata de alcanzar ese escalón en el que las palabras reconducen a la naturaleza de lo vivido y leído, y, como verdaderos cuerpos vivos, son ellas mismas la experiencia del agua, de los ríos, de la noche y del cielo estrellado. Y en la que quien habla ya no lo hace a través de su persona, sino por virtud de una voz impersonal que abraza todas las voces. De tal manera, la práctica de la poesía lleva insensiblemente hacia un poema absoluto, que colinda con el silencio y su inacabamiento. Es lo ocurrido con Mallarmé. quien al llegar a la escritura del Coup de dés comprende, con desazón, que la única forma de contener el universo en un poema es convirtiendo el poema en un espejo del universo. O sea, devolviéndolo al devenir, con la paradójica comprobación de que ya entonces su intervención creadora es nula o insignificante.


(Inédito)

 

Rafael Felipe Oteriño

Rafael Felipe Oteriño

Rafael Felipe Oteriño, La Plata, 1945. Publicó los siguientes libros de poesía: “Altas lluvias” (Cármina, 1966), “Campo visual” (Cármina, 1976), “Rara materia” (Cármina, 1980), “El príncipe de la fiesta” (Cármina, 1983), “El invierno lúcido” (El imaginero, 1987), “La colina” (Ediciones del Dock, 1992), “Lengua madre” (Grupo Editor Latinoamericano, 1995), “El orden de las olas” (Ediciones del Copista, Colección Fénix, 2000), “Cármenes” (Vinciguerra, 2003), “Ágora” (Ediciones del Copista, Colección Fénix, 2005) y “Todas las mañanas” (Ediciones del Copista, Colección Fénix, 2010). Su obra fue recogida parcialmente en “Antología poética” (Fondo Nacional de las Artes, 1997) y “En la mesa desnuda” (Ediciones al Margen, 2009). Obtuvo los premios Fondo Nacional de las Artes (1966), Faja de Honor de la SADE (1967), Sixto Pondal Ríos de la Fundación Odol (1979), Coca-Cola en las Artes y en las Ciencias (1983), Primer Premio de Poesía de la Secretaría de Cultura de la Nación (1985/88), “Konex” de Poesía (1989/93), Premio Consagración de la Legislatura de la Provincia de Buenos Aires (1996) y Esteban Echeverría (2007). Es miembro de la Academia Argentina de Letras. Reside en Mar del Plata, donde se desempeña como profesor en la Universidad Nacional.