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Mario Goloboff
/ Vivir allí, escribir aquí

De las innumerables vicisitudes que a un escritor, como a toda persona, pueden ocurrirle en la vida (nacer, crecer, enamorarse, ganar y perder seres queridos, participar o no en la vida social y política, viajar, padecer, amar, vivir, morir), desde el punto de vista de su relación con el oficio no debe haber hecho más trastornador y transformador que el de encontrarse en un ámbito lingüístico diferente a aquel que es y fue siempre su medio natural.

Perder el contacto con el sitio donde su lengua se habla y se escribe, se estudia, se renueva, se rehace, vive, constituye sin duda para él una fuente de conflictos que no puede dejarse de lado cuando pensamos el exilio de un escritor, sus vivencias fuera del suelo natal.

A pesar de todo, conozco pocos casos en los que esta situación ha conducido a la afasia. Antes bien, como otras experiencias profundas, la misma debe de haber arrojado beneficios literarios considerables y, sin caer en el consabido recuento de obras maestras de la literatura del siglo XX escritas en el exilio, creo que ciertos textos (y hablo aquí muy íntimamente) no hubieran sido jamás posibles de no mediar la distancia geográfica, corporal. Desde mi reducida experiencia personal, puedo concebir que en algunos escritores la recuperación imaginaria del entorno perdido motive e impulse muchas páginas, y hasta que el contacto cotidiano con el sitio de origen llegue a ser (dependiendo de cada uno el grado) más que una ventaja, un obstáculo, una traba, un espejismo.

Sin establecer ni remotamente recetas al respecto, pienso que el recuerdo y la decantación de los hechos a veces necesitan de otras fuerzas de atracción. Hay una buena parte de una buena literatura que se nutre de la pérdida y de la ausencia, y eso me ha llevado a pensar, extremando quizás las cosas, que la propia literatura es exilio, pérdida, ausencia. Que no escribimos por estar en un sitio sino por carecer de él, y que la escritura es ese movimiento que persigue un suelo donde habitar, una patria donde guarecerse, probablemente sin encontrarlos jamás. Tal vez los que así escribimos lo hacemos porque hemos perdido una tierra primordial, a la que nunca podremos recuperar, y nuestros textos son la búsqueda y el testimonio de esa falta.

Queda, entonces, como único albergue la memoria: un ámbito donde las sombras crecen exageradamente y en el cual, mediante esfuerzos casi sobrehumanos, se intenta conservar, redecir, reelaborar, las palabras cada vez más lejanas de la tribu.

Porque, desde el día que comenzamos a vivir en medio de una realidad que se nombraba de otro modo, emprendimos una tarea de recuperación, como si hubiéramos sido designados depositarios ante nosotros mismos de un tesoro. Las lenguas del exilio fueron imponiéndonos esa disciplina, ese destino. Frente a ellas, debimos vencer innumerables resistencias, nombrar de otra manera las cosas y a nosotros mismos, traducirnos. Aceptar otra historia nominal, y dejar también que ese lenguaje nos ocupara y nos colonizara. Lo que primero debió ser el proceso de aprendizaje y de traslación hacia la nueva lengua, al incorporarla o adherirse con mayor comodidad, se revirtió cual peligrosa moneda, y nos obligó a traducir de nuevo hacia la nuestra. A volver de lenguas segundas, de aquellas adquiridas, a la de las vivencias íntimas, a nuestra lengua “natural”.

Como si con esa actividad casi hipnótica se hubiera estado acompañando otros esfuerzos, otras resistencias contra la oscuridad, tal trabajo representaba un modo de estar más interiormente con nosotros mismos, con nuestras raíces y, a la vez, con los que en nuestro país vivían, pensaban, escribían. Con los que aquí trataban de rescatar añicos salvables en medio de esa hecatombe, también lingüística y discursiva, que soportaba nuestro pueblo, donde el Poder se exhibía en su facultad de nombrarlo todo, de manejar cada palabra según sus propios cometidos.

Era, en definitiva, una misión (que nadie, obviamente, nos había encomendado), y en cumplimiento de la cual velábamos por eso que era nuestra “naturaleza”, nuestra primera y última “cultura”: una lengua natal, congénita, no interrogada antes porque no necesitaba ser cuestionada, porque había sido la de todas las emociones, porque nunca tuvo que ser examinada y vigilada como otras. Sus palabras eran atributos de las cosas; les pertenecían en una relación evidente, necesaria.

Es esa intimidad cada vez más consciente y desnuda con mi lengua la que puedo reconocer a los años de exilio. Porque cuando en impuesta y amorosa soledad he debido ir acuñando las palabras de un poema o de una narración, presumo ahora que lo hice con un lenguaje que es y que no es el que creía. Tratar de recobrar, después de años de distancia, la lengua de mi comunidad (y, más, la de mi pequeña aldea natal), fue como ir recuperándome. Pero, a semejanza del amor, ese absoluto se logra y se pierde en el instante. Quizás en esa página donde se lee un transparente diálogo pampeano no haya sino lengua construida con fragmentos y astillas de lo que en realidad se habló; quizás ese lenguaje no haya existido nunca... ¿Cómo saberlo ya?

La pérdida creó un vacío, y la recuperación imaginaria mil sorpresas. Repetir, a veces, una palabra cualquiera entre las más comunes, produce en el escritor que la había olvidado o sumergido bajo otras lenguas, un estallido único donde el deseo parece hallar al fin su objeto. El nuevo peso que adquieren entonces ciertas voces, su nuevo volumen, su nueva dimensión, van tejiendo invisiblemente la más profunda malla de los textos.

Es, acaso, una de las pocas revanchas que el mínimo hombre, que el mínimo escritor, puede permitirse contra los totalitarismos que lo reprimen, que lo expulsan: resemantizar el vocabulario que ellos usan y gastan; encontrar, descubrir o inventar nuevos sentidos a las palabras de su lengua.

 

Mario Goloboff

Mario Goloboff

Mario Goloboff. Nació en Carlos Casares. Estudió y vivió en La Plata hasta irse a Europa. Recorrió generosamente los caminos de la literatura, fundó y participó en el Grupo Poesía La Plata, integró el consejo de redacción de la revista El Escarabajo de Oro, intervino en la fundación y codirigió con Vicente Battista la publicación de ficción y pensamiento crítico Nuevos Aires. Durante su exilio en Francia, dio clases de Literatura Argentina y latinoamericana en las Universidades de Toulouse, Reims y París-Nanterre. Actualmente es profesor de Literatura Argentina en la UNLP, dicta seminarios y talleres en instituciones públicas y privadas. Ha publicado poesía (Entre la diáspora y octubre, Toujourse encore, Los versos del hombre pájaro, El ciervo (y otros poemas)), novelas (entre las más conocidas, Criador de palomas, La luna que cae, Comuna Verdad), relatos (La pasión según San Martín), ensayos (entre los más conocidos, Leer Borges y la biografía de Julio Cortázar). Sus textos de creación han sido traducidos a varias lenguas.