Tuerto Rey - Poesía y alrededores

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Gabriel Pinciroli
/ Dos relatos

Wartestrasse 50
 

Mientras el ascensor cruje rítmicamente obligado a señalar cada piso que asciende, ella se concentra en los rombos de la puerta plegable para no ver la escalera de mármol blanco que rodea el hueco del ascensor. Evita los escalones que desde hace años sus pies no rozan. Cuando el ascensor se detiene en el último piso, su mano flaca y arrugada tiembla antes de asir la manija de la puerta. Le causa desagrado ver las manchas sobre la piel del dorso huesudo: le parece que son ellas las que se mueven y no su mano. Está decidida pero no se siente segura, por eso abre lentamente la puerta plegable y de la misma manera la cierra antes de recorrer el pasillo. Trece pasos: la exactitud del espacio a pesar del tiempo le da vértigo. Se apoya en la pared a su derecha y cierra los ojos. Trata de no pensar en nada. Respira hondo; siente olor a gulasch. Después de un instante, se endereza y gira hacia la izquierda. Delante de la letra de bronce mohoso pegada a la madera oscura, su espalda se arquea. Las vértebras que delatan una delgadez extrema surgen en el vestido floreado y desplazan hacia la izquierda la trenza blanca que llega casi hasta la cintura. El manojo de llaves tintinea durante la elección. Teme elegir la incorrecta pero no se equivoca; desconfía en vano de su memoria. Sin la menor vacilación, hace funcionar la cerradura e impulsa la puerta. Las bisagras chirrían. El manojo de llaves pende de la cerradura y vuelve a tintinear. Deja la puerta abierta mientras recorre la habitación a oscuras. Sabe que no va a tropezar y no tropieza; esta vez no desconfía. Va directo a la ventana. Las fallebas se resisten pero ella recuerda cómo abrirlas. La luz entra en la habitación y la corriente de aire fresco se lleva el olor a encierro. No se da vuelta; no siente curiosidad por los rincones como había pensado. Deja que el sol le entibie el rostro. Alza las manos y se toma la trenza. Despacio, los dedos liberan el cabello opaco. No mira afuera, mira las hebras de su pelo, mira con calma cómo la rutina de sus manos desarma la trenza sin que precise razonarlo, al igual que de a poco se van desanudando los recuerdos en esa otra trenza que es su memoria. Cuando al fin el viento le arremolina el cabello suelto y ella escucha las voces de la calle que hablan un idioma que no pudo olvidar a pesar del miedo y del dolor, decide que ya es tiempo de girar para ver el interior vacío de su propia casa, abandonada forzosamente hace ya años.

Gira. Es el momento más solemne de su vida.

 

Ante la voz


Sobre la tierra roja, fina como talco, pasos; desde los pies, atrapada por la velocidad del movimiento, llueve la tierra roja. El hombre descalzo cruza la plaza polvorienta, solo. Se apura.

Mientras se acerca a la escalinata monumental, desproporcionada con lo humano, repite la trampa de la soledad: sentirse observado. Sube los escalones de piedra haciendo corchetes, proyectando sombras rectas, minúsculas ante el poder que las columnas disparan hacia lo alto para sostener el frontispicio y la cúpula extraviados en la oscuridad. Es casi invisible cuando pasa entre las columnas y atraviesa las puertas por donde no hay puertas: la posibilidad de abrir algo se ahoga en la inquietud.

Está en el interior del palacio porque los pies marcan: blanco, negro, blanco, negro, ¿cuál es la regla del juego?, blanco, negro, blanco, negro: el eco hueco hasta que suena el gong. Bajo la expansión del eco macizo, el hombre desnudo cae de rodillas.

Cuando intuye el alivio que le traerá el silencio, lo aturde la voz: No superarás a tus mayores.

 

 

 

Gabriel Pinciroli

Gabriel Pinciroli


"Gabriel Pinciroli (La Plata, 1975). Remero literario en pleno esfuerzo contra la corriente del resentimiento. En sus escritos las carencias se ven atenuadas por el exceso de trabajo entre manotazos de ahogado y lances de pescador afortunado. Goza pescar con señuelos, sueña pescar con palabras. No cree en casi nada pero escucha algunas voces. Detesta la autoridad. Su moral patológica le impide entregarse al cinismo aunque sabe que probablemente sería la actitud más sana. Experimentar esa duda lo confirma en la misantropía. Tiene dos perros. Daría la vida por ellos."  Este texto acompaña su primer libro editado, La peor de las ciencias, (Libros del Náufrago, 2012) del cual aquí publicamos dos relatos breves.  

Sylvia Iparraguirre escribe sobre el mismo: "La peor de las ciencias, libro que conocí y premié en un concurso de la Fundación Caras y Caretas, abre al lector un mundo de relatos fuertes, marcados por el extrañamiento de la mirada que los va narrando. Un ojo que observa el mundo sin abrir juicio, con cierto dejo de curiosidad científica, condición que produce el agradecido humor de “Entre el desierto y el mar”; o que provoca el sobresalto del lector, puesto en involuntario voyeur ante escenas en las que el sexo parece descrito como un frío comportamiento, más que como una pasión. Traductor sutil de poesía alemana, esa otra generosa dedicación de Gabriel Pinciroli a la materia del lenguaje aparece en su escritura de ficción, donde las palabras adquieren peso y medida en una prosa tensa, de infrecuente precisión en un primer libro de relatos."

Más Gabriel en: www.gabrielpinciroli.net.ms