Tuerto Rey - Poesía y alrededores

en el archipiélago /
textos de aquí

Norma Etcheverry
/ Los golpes de la vida

Relecturas

Añoro tu mirada en el papel
donde solíamos descifrar
los signos
de esta vigilia permanente.
Extraño esas pequeñas costumbres
ahora
que tus ojos se desvían de mí
y se parecen más que nunca a la pared
desnuda que construimos juntos,
en la que luego del asombro inicial
supimos escribir “te amo”
y otras
cursilerías por el estilo.

La caída en el tiempo

Unos días de campo harían ceder la fiebre
de preguntas.
Las mañanas serían claras.
Se escucharía el ruido redondo del molino
una vez y otra,
luego
también
el mugido de las vacas.
Iaia vendría con tazones humeantes de café
sobre sus manos
(¿o eran las alas de los ángeles?)
y habría olor a eucaliptos en toda la casa,
vapores en lenta ascensión sobre
los leños.
Me sentiría mejor y les pediría a los peones la yegua blanca.
Andaría entre los pequeños gritos de los teros,
cabalgadura errante de lo que fue mi sombra
amenazada
por la fascinación del mediodía.

El me vería frenar de golpe
y caer
de mi soberbia
altura.
Lo asustaría imaginar
de lejos
que algo grave pudiera suceder.
Luego sabrá que no.
Solamente los golpes
de la vida.

Cedería la fiebre,
igual que ceden los médanos a la furia del viento.
Volvería ­-como se vuelve atrás una película muda-
esa imagen de nosotros antes
de la caída
en el tiempo.
Sin palabras
(un bálsamo su abrazo)
anidaríamos por fin en lo que fue el camino del principio.

La vida sin O.

“Todos, todos están durmiendo en la colina”
Edgar Lee Masters

A mediodía, el viento amaina
y suelta algunas de las hojas
que aferradas
permanecían en pequeños montículos
al borde del camino.
Las cruces indican nombres anónimos
dejados de nombrar en días inciertos
y a los pies de cada uno de ellos la tierra
empaña
cualquier pensamiento vital
y lo reduce
a este breve enjambre de cosas muertas.
Llevo pacientemente agua a cada florero,
voy una y otra vez entre los senderos
que separan
a unos de otros
y dispongo las flores.
Flores rojas y blancas,
siempre flores rojas y blancas en el recipiente claro
(los tres pimpollos muy juntos como si fueran
una pequeña familia).
Limpio con el último resto de papel
el banquillo
y me siento hacia el sol, donde la tibieza
distrae mi espalda en los primeros
rasguños de mayo.
Hablamos un rato de la vida, los niños en la escuela,
los amigos, los perros, y la música
y también de lo que dicen
los periódicos.
De regreso en la casa acopio leña para la noche.
Mañana lloverá –pienso-
aunque espero que no. No es bueno
que llueva
sobre las flores recién puestas.
Como cada día, abro la estufa de hierro y limpio las cenizas
de otra vida anterior.
El resto de la tarde me demoro en podar los rosales.
Vuelve el viento
y de algún lugar del vecindario
trae a Bach.
“Qué extraña música para este
barrio” -imagino que pensarán con asombro
los que pasan-. Sin embargo, nadie se asombra
de la muerte
que abre la boca como una rajadura inédita
entre los ojos del cemento y las hojas
del otoño
tendidas
igual que un gato negro a los pies de la memoria.

En las vidrieras de la ciudad
los días desfilan en sucesión
como diamantes falsos.

Destinos

Dije
Ya no escribiré
No me importa escribir o no en tanto vivas
Respires
Cerca del niño
Cerca –aún—de mí.

Pero he aquí
Que no hubo nada que ofrecer a los dioses.

 

(De “La ojera de las Vanidades”, Editorial Hespérides, 2009)

 

Norma Etcheverry

Norma Etcheverry

Norma Etcheverry, Ranchos, Provincia de Buenos Aires, 1963. Reside en La Plata, donde se recibió de periodista y estudió Letras y Filosofía. Publicó “Máscaras del tiempo” (1998), “Aspaldiko” (2002) y “La ojera de las vanidades (2009). Algunos de sus poemas integran ediciones colectivas y fueron traducidos al francés y al euskera.