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Arturo Carrera
/ Canon, escritura (texto inédito)

Canon, lo banal, lo perdurable en la escritura

 

Quizá no podamos hablar de canon si no pensamos en la idea de clásico y en la de influencias. Italo Calvino, en su libro Seis propuestas para el próximo milenio, dió distintas definiciones de lo que es un clásico, pero la que yo más prefiero es la que pone el acento en lo que él llama “el efecto de resonancia, que vale tanto para una obra antigua como para una moderna pero ya ubicada en una continuidad cultural”. Un texto contemporáneo, digamos, él no lo dice pero yo lo infiero, puede ser o es un clásico, según esa novedosa definición de Calvino. Y pensar eso me parece feliz, porque no aísla al escriba sino que lo reúne en esa clase amplia o comunidad de los escribas y de los lectores de esos escribas.

Canon es una noción más precisa desde el punto de vista de la crítica actual, y la definición más ejemplar a mi entender es la de Bloom cuando dice que el canon es una forma de originalidad que o bien puede ser asimilada o bien nos asimila de tal modo que dejamos de verla como extraña. El canon, según él, es una especie de asombro, una especie de extrañeza que nos sorprende y ya no nos deja. Y yo la he comparado con la infatuación amorosa. Incluso tengo un ejemplo clásico, sin duda, de canon amoroso. Y es el soneto de Lugones que Borges tanto citaba y que dice en su primera estrofa:

Al promediar la tarde de aquel día,
cuando iba mi habitual adiós a darte,
fue una vaga congoja de dejarte,
lo que me hizo saber que te quería.

Allí hay, digamos, canon; allí hay sorpresa, extrañeza, y hay un futuro dibujado, impredecible; pero que aún así predice lo inexorable. El amor en puertas. Nosotros, según creo, no tenemos como los americanos la palabra infatuation. Infatuación no nos dice casi nada. Pero es ese estado preeminentemente poético que se produce en lo canónico, y que se produce en la influencia, y que se produce acaso cuando nos encontramos con un clásico, cuando su lectura nos sorprende.
Es extraordinario de qué modo, si las aceptamos, estas nociones de clásico, de influencias o de canon nos impregnan.

En relación a este influjo de las obras que nos marcan definitivamente y van constituyendo nuestro canon, está la teoría extraordinaria de la “gran memoria”, del poeta Yeats, donde él refiere que en toda criatura humana convergen todos los infinitos antepasados. La madre, el padre, el abuelo, la abuela, el bisabuelo, la bisabuela y así en una progresión hacia atrás, geométrica. Una tradición continua, variadísima e infinita... Y en la que no habría influencias porque se anularían, al ser el poeta el gran receptáculo de las memorias de la “gran memoria”.

Pero debo decir que no ha sido Borges quien más me ha influido. Aunque es muy cierto que lo leí muy tempranamente, en la escuela. En Pringles, donde viví mis primeros años, había por entonces una única librería, Casa Landoni, atendida por señoritas solteronas: las chicas de Landoni. El padre había sido un famoso librero y allí vendían diarios, revistas, figurines y libros. Pero las chicas después sólo aceptaron vender libros. Y los tenían expuestos en unas enormes vitrinas intocables, junto a muñecos de porcelana y bibelots y cajitas de música.

Y allí estaba Las invitadas, de Silvina Ocampo, uno de los primeros libros elegidos y comprados por mí. Mi padre me había leído pasajes de Allá lejos y hace tiempo, de Hudson, y por supuesto el Martín Fierro de Hernández. Y Don Segundo Sombra, que era su clásico. Pero de Oliverio Girondo y de Juan L. Ortiz me habló don José Triano, un pintor discípulo de Petorutti que había llegado a Pringles y que fue amigo personal de Juanele. De modo que él nos hizo entrar en su mundo, digo nos hizo porque incluyo a César Aira, que por ese entonces ya era amigo mío.

Ya estudiante entré en Juanele, en su obra, por el mito, que por entonces ya existía. Se hablaba de que era un eremita, entre esas islas del Paraná. Juanele nació en Puerto Ruiz, en Entre Ríos, lugar del que elogió siempre la luz: “es tan clara tu luz como una inocencia/ toda temblorosa y azul”. Pero no es sino su poesía tardía lo que más me atrae, sus poemas extensos, donde practica lo que los antiguos llamaron el carmen perpetuum, y que suena a poesía perpetua o infinita, una paradoja, sin duda, porque Leopardi dice que el poema es “un ímpetu que no puede durar mucho” y Juanele lo hace durar páginas. Y es eso lo que yo admiro: sus paradojas. Y admiro que sus poemas admitan contarnos algo, aunque después cada uno haya visto una historia diferente en cada poema. Saer compara a Juanele con el pintor americano Jackson Pollock y no está mal. Pollock utilizó ustedes saben la técnica del dripping, del chorreado. Metía pinturas en una lata agujereada y se paseaba sobre la tela horizontal. Ya había una revolución en ese hecho, que la tela no estaba en la pared ni en el caballete sino en el piso, y encima se paseaba sobre ella con movimientos exorbitados, excéntricos cabe decir, y así contaba una historia con manchas, con motas de color en enjambres… Y Juanele también, utilizaba las palabras que él amaba, y sobre todo los adverbios, como una materia fluída, como una tinta que uno pudiera chorrear.

Juanele es un caso extraordinario —y creo que me influyó—, sí, claro, puesto que si la poesía escrita puede ser un empirismo, es decir una sintaxis y una experimentación constantes dentro de no importa cuáles límites, podemos imaginar a Juanele Ortiz como una experiencia también: la de lo imperceptible, la de una pragmática de lo imperceptible. Y eso me gusta.

Su "empirismo" lo había llevado a atravesarlo todo como el viento; pero para decirlo de un modo más directo: se había construido gato, tenía, como dice Deleuze, entre sus devenires, un devenir gato; aunque también fue un régimen de ríos, con sus deltas, sus afluentes, las islillas, las arenas, las florcitas, las cañas...Y estuvo años en esa potencia imperceptible, amando lo que lo rodeaba, adorando esas arañitas que tejen en sus poemas los diminutivos, y era leído sólo por la comunidad de sus lectores, amigos que lo cuidaban desde lejos, como en ese aforismo de Foucault: "pensar que alguien está solo es rezar por él". El no formó escuelas ni sectas ni pandillas, pero su presencia lejana imantaba, atraía jóvenes viajeros que fueron esbozando el mito.

Ante la obra de Juanele hay que decidir, casi como él mismo lo hacía, la prueba de soledad ante el paisaje. Debo decidirme a pensar que su obra es un paisaje, que su poesía pudo ser o es lo que podríamos llamar medio aventureramente, “poesía de paisaje” así como decimos “pintura de paisaje”.

Salvo que yo me enfrenté a ese paisaje, a esa naturaleza para asegurarme de que a través de ella recobraría la memoria inmediata o la memoria de lo inmediato. O como dice Bonnefoy, la presencia. Esa vuelta o experiencia unitiva con lo primordial, que en occidente llamamos lo Uno y que en oriente pudo ser la inmediatez. Y comprender, por medio de esa escritura de la poesía de Juanele, por qué escribimos. Quizá sea tan solo para participar de ese agenciamiento de la medida. La medida o la métrica del mundo, como quería Robert Creeley, la métrica que nos mide aún cuando dormimos, cuando no sabemos nada acerca de ella. Creeley cita el poema de William Carlos Williams:

“Aprendiendo con la edad a dejar pasar mi vida mientras duermo:
diciendo
La medida interviene, medir es todo lo que sabemos...”

Quizá aprender a medir esa medida ya sutil, ya incierta. Pero a través de ella nos incluimos en el mundo, somos agentes, agenciamientos y por supuesto, para citar al filósofo que a veces me sostiene, somos devenires.

Comprender que por ese acceso a lo inmediato puedo encontrar un acuerdo con el lugar de la existencia.
Y creo que eso fue lo que me dejó o aún me deja Juanele cuando lo leo. La idea de que la vida debe ser captada como intenta hacerlo la pintura japonesa sumi-è.

Si ustedes me preguntan cuándo puede empezar a verse, a sentirse en mi obra la influencia de Juanele, yo diría en mi libro Arturo y yo. Y la referencia es doblemente justa porque en ese libro puse unas líneas como epígrafe acerca de la pintura sumi-è, que tomé del libro de Suzuki Ensayos sobre el budismo Zen. Dice así:

“La vida es una pintura sumi-è,
que debemos ejecutar de una vez y para siempre,
sin vacilación, sin intelección,
sin que sean permisibles ni posibles
las correcciones.”
Suzuki

La pintura sumi-è es lo más comparable a la escritura manuscrita. Y en Oriente el sumi-è y la caligrafía son considerados la misma clase de arte. Están el blanco y negro de la tinta, porque se pinta sobre papel y no se aplica casi color. Y se podría decir que es una especie de boceto en negro y blanco. La tinta se prepara con hollín y cola, y el pincel es de pelo de oveja o tejón; se confecciona así para que absorba mucho fluído. El papel debe ser delgado y absorberá, también, mucha tinta. De modo que si el pincel se demora mucho, el papel se rasga. Las líneas han de dibujarse lo más rápidamente posible y en la menor cantidad. No se permite la deliberación, ni el borrado, ni las correcciones.

¿Qué quiere decir todo esto? Que el artista debe seguir su inspiración volcando la energía de su espíritu en esos trazos, sin hacer demasiadas concesiones al realismo. El papel es el que realiza la obra sin que lo sepa el artista que se mueve, diríamos en occidente, con movimientos inconscientes.

Suzuki compara la pintura sumi-è con la pintura al óleo. Aquella es como una catedral en relación a ésta otra que es paupérrima: “pobre en la forma, pobre en el contenido, pobre en la ejecución, pobre en el material”, nos dice, “pero los orientales sentimos en ella la presencia de cierto espíritu móvil que se cierne en torno de las líneas, los puntos y las sombras de variadas formas; en ellos vibra el ritmo de su aliento vital.” Incluso, “la línea del pintor sumi-è es final, insiste Suzuki: nada puede trascenderla, nada puede recobrarla; es inevitable como el resplandor de un relámpago; ni el artista puede deshacerla; y de allí surge su belleza.”

Yo creo que toda la pintura de paisaje busca alcanzar en su propósito la misma eficacia, la misma velocidad, la misma inmediatez. Lo mismo la poesía de paisaje. Acaso esta poesía sea un sumi-è un poco ralentado por los fantasmas de la retórica y de la tradición... Sin embargo, el rasgo más notable de la escritura de Juanele en relación al sumi-è, pareciera ser el haber comprendido quizá intuitivamente, que mediante esta inconsciencia la naturaleza documenta su destino; mediante esta inconsciencia el poeta hace su prueba de soledad.

Nota:

(Texto leído en La Plata el 13 de junio de 2008 por Arturo Carrera, a quien le agradezco con cariño su amabilidad por permitirme publicarlo en Tuerto rey. Sandra, 2011).

 

Arturo Carrera

Arturo Carrera

Arturo Carrera, poeta, traductor, ensayista; es uno de los referentes latinoamericanos del neobarroco y de la poesía actual. Nació en 1948 en Buenos Aires aunque toda su infancia y adolescencia transcurrió en la ciudad de Coronel Pringles. Allí también nació el escritor César Aira con quien compartió sus primeras experiencias literarias. A los dieciocho años, en 1966, viajaron juntos a Buenos Aires y fundan la revista literaria El cielo. Alejandra Pizarnik participa en la presentación de su primer libro, Escrito con un nictógrafo, publicado en 1972. Desde entonces la poesía de Carrera "unirá un gesto fuertemente vanguardista con la profunda recreación de una rica tradición poética argentina". Entre sus numerosos libros pueden citarse Arturo y yo (Buenos Aires: Ediciones de la Flor, 1983 / Córdoba: Editorial Alción, 2002. Epílogo de Edgardo Dobry), Mi Padre (Buenos Aires: Ediciones de la Flor, 1985), La banda oscura de Alejandro (Buenos Aires: Bajo la Luna Nueva, 1994. 2da. edición, 1996), El vespertillo de las parcas (Buenos Aires: Tusquets, Colección “Marginales - Nuevos textos sagrados”, 1997), Children`s corner (Buenos Aires: Último Reino, 1989 / 2da. edición, Buenos Aires: Tusquets, Colección “Marginales - Nuevos textos sagrados”, 1999), Tratado de las sensaciones (Valencia: Pre-Textos, 2002), Potlatch (Buenos Aires: Interzona Editores, 2004 / 2da. edición, Madrid: Ediciones Amargord, 2010), Las cuatro estaciones (Buenos Aires: Ediciones Mansalva, 2008), Fotos imaginarias con nieve de verdad (México: Apuntes de lobotomía, 2009) y Fastos, (Uruguay, HUM editora, 2010). Ha recibido innumerables distinciones tales como el Premio Nacional de Poesía Mauricio Kohen, por su libro Animaciones suspendidas (1985), la Beca Antorchas, trayectoria en las artes (1990), el Primer Premio Municipal de Poesía de la Ciudad de Buenos Aires, por su libro La banda oscura de Alejandro (1998), la Beca John Simon Guggenheim (1995), el Premio Konex de Poesía (2004), y el Premio de Poesía ispanoamericana Festival de la Lira en Cuenca, Ecuador, por su libro Las Cuatro Estaciones (2009). Funda en 2006 con Juan José Cambre, César Aira, Alfredo Prior y otros artistas amigos Estación Pringles: "utopía que se materializa ahora en la forma de un centro de traductores literarios, posta poética, un lugar de paso y de intervenciones múltiples, una plataforma o escena donde prácticas estéticas dispersas puedan agregarse, articularse y hacerse visibles".