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Norma Etcheverry
/ "País Niño", una mirada, por Adrián Ferrero

“Nombrar a las cosas sin atajos”
En torno del poemario País niño de Norma Etcheverry
por Adrián Ferrero
 

     Pensemos en términos de tradiciones. Una poeta no brota sino de un plasma discursivo en cual que se ha formado, del que a su vez se nutrió y a partir del cual ahora escribe o, en todo caso, reescribe. Por circunstancias de destino, primero. Pero por firmeza de temperamento y poder de determinación, luego. Cada poeta es evidentemente el resultado de lo que le ha tocado en suerte, pero luego viene la otra parte, probablemente la más importante: lo que elige ser. Ese momento definitivo en el que de una vez por todas identitariamente encuentra su voz. Una voz que naturalmente está construid a partir de otras que leyó en el mapa de su cultura, de otras que escuchó  y de las que resuenan, a partir de la génesis de escritura (fenómeno complejo) en su interior. En este punto pienso exactamente igual que los existencialistas franceses. Dice Sartre que la esencia no preexiste a la existencia sino a la inversa. La existencia es la que construye la que será luego nuestra esencia definitiva. Y también nuestro legado. Señalaría esta primera opción en el centro mismo de la poética de Norma Etcheverry. Una tradición claramente continental en el marco de la cual ella elige inscribirse. Sabemos de su trabajo en torno de los poetas y las poetas cubanos, su socialización cultural con ellos en festivales, la preparación de una antología que llevó adelante con seriedad y he leído con gusto porque además estaba acompañada de un Prólogo sólidamente fundamentado que procedía a una evaluación contextual pero también textual. Sabemos de sus intercambios y de sus trabajos éditos con Brasil. De su contacto con Uruguay. Estas serían las algunas premisas a partir de las cuales la poeta concibe ideológicamente su poética: sus marcos de referencia. Y diría que hay aquí no solo ideas. Hay convicciones. Las ideas han alcanzado un nivel de tal profundidad de reflexión, que devienen opción. De modo que con esta decisión continental tenemos varias otras. Porque hay una opción por la lengua. Y tenemos una opción por cierto lenguaje literario que proviene de una singular vertiente ideológica que suele caracterizar a la poética latinoamericana, en particular a la cubana. Una estética en el marco de la cual la política es protagónica. Una poesía fuertemente implicada con el mundo que la rodea, con el orden de lo real, con su tiempo histórico tanto pasado como presente. Ese pasado que ha construido este presente (y eso no se olvida de tal circunstancia) ¿Llamaremos a ella, les parece bien, una poética del compromiso? (vuelvo a Sartre). Indudablemente. Esto es: una poética que pone en coloquio directo, en diálogo fecundo pero a la vez, como dije, tenso, la relación entre política y poética, política y estética, política y poesía de su época. Aunque en verdad todo se resuelve en una síntesis última: ética y poética. Porque toda política reenvía a una ética del sujeto. Este es su punto culminante en la lírica de Norma Etcheverry. Un sujeto cuya ética le hace tomar partido desde la palabra para intervenir en el mundo. La poesía, entonces, está implicada con procesos políticos y socioculturales también por su condición discurso artístico. Eso está claro. Es una poética de la intervención. Su libro País niño entonces no escapa a esta marca de los escritores y escritoras de América Latina que llevan la impronta de una intensidad según la cual una dimensión extraestética incide en el orden de lo poético y a la inversa. En un ida y vuelta que retroalimenta la inspiración pero también las claves de lectura. Son claves de lectura contextuales. Es decir: el orden de lo real impacta en el orden de lo discursivo. Se incrusta en él. Y a partir de allí se produce el otro movimiento: es el impetuoso del poema que va al encuentro del mundo. Lo poético de modo electrizante con una arrolladora carga de componentes referenciales que comienzan centrípetamente a lanzar significados sociales una vez plasmados bajo la forma de materia poética en torno de varias unidades sémicas. Todas ellas relevantes porque esclarecen distintas etapas de la Historia argentina, como si Norma Etcheverry tomara fugaces pero significativas escenas que condensaran, en su breve narrativa, la esencia dramática de un dilema, de una disyuntiva o de un conflicto (quizás más de uno), según  los casos. Estas escenas invitan a trazar relaciones, contornear dibujos a partir de momentos más o menos trágicos, que evocativamente se traen del pasado (literalmente se arrancan como jirones de él) en una  teatralización según un guión que ya ha sido escrito (es de carácter irrevocable) y que no estamos en condiciones de reescribir. Pero ¿es tan así? ¿O el poema no nos da esa posibilidad? Se trata de una decisión (una vez más). De una toma de posición (una vez más). La de, en un mapa complejo, concebir el mundo en términos utópicos (pero no ingenuos) según los cuales esa utopía que tanto anhelamos quede puesta de manifiesto junto con nuestra disidencia por lo que ha tenido lugar. El yo lírico entonces resignifica, resemantiza esas escenas del pasado porque las vuelve a pensar (esto es: procede a repensar), a resignificar y las resuelve subjetivamente de otro modo. El yo lírico toma distancia de lo real, lo objetiva pero al mismo tiempo como un tornasol lo hace devenir poemas con matices. De  modo que esa realidad deja de ser unívoca. Ese yo lírico revive en la escritura las escenas bajo condiciones muy distintas (el tiempo presente de su escritura) y una espacialidad que también ha mutado producto de ese tiempo arrasador. Y aquí, sabrán disculparme, me gustaría trazar un paréntesis. Porque en la condición humana y en nuestra percepción del mundo inevitablemente prima el tiempo, la temporalidad, si así se prefiere, por sobre el espacio. Es el tiempo el que de modo arrasador, devastador me atrevería a decir incluso, atraviesa al espacio. El espacio y los objetos que lo pueblan nada puede contra él, más que dejarse atravesar por su materia en ocasiones temida. Imaginemos, por ejemplo, un muelle arruinado por el mar, por los elementos y por el tiempo. El espacio, en cambio, no ha podido mantenerse incólume.
     En este libro hay política. Eso está claro. Pero la política abiertamente denotada más que connotada es uno de sus atributos más nítidos. Y de sus virtudes, agregaría yo. En este denotar más que connotar se resuelve llamar a las cosas por su nombre, en primer lugar. Sin acudir a eufemismos. Las cosas tienen un nombre, una nominalización. Llamémoslas así entonces. Nombrar a las cosas sin atajos me parece una buena definición de la poética de Norma Etcheverry. Las cosas han sido nombradas por los hombres y las mujeres de modo arbitrario, lo sabemos (eso es cierto, ya lo estudiado el suizo Ferdinand de Saussure en su Curso de lingüística general) pero también Bajtín ha insistido en la materia social del lenguaje. El lenguaje como producto social y en el modo como lo social ha quedado inscripto en el lenguaje. Mucho más aun en el caso de la lengua poética, que es maleable, que será significativa de un modo y no de otro según una cierta toma de decisiones (vuelvo a Sartre). Y también porque cada clase social es portadora de una determinada clase de lenguaje y cada grupo social lo es. Por otro lado, una poética de la denotación permite pensar la experiencia de la política desde una dimensión con contornos más visibles, sin necesidad de dar rodeos. Y tampoco generar ambigüedades que para este caso en particular me parece que serían desventajosas. Hasta no serían eficaces a los fines que se ha propuesto, lo intuyo, Norma Etcheverry.  Se denota una carga de significados, de acontecimientos, de sucesos, de experiencias (fundamentalmente del pasado, porque este parece más un libro elegíaco, de una  etapa fenecida pero porque precisamente se aspira a que sus valores regresen, no bajo una mirada ensoñadoramente nostálgica, una experiencia esperanzada). Y luego de una serie de capítulos y pasajes por la Historia argentina: el peronismo, la militancia, la dictadura, los duelos, llegamos a una nueva etapa. Un nuevo continente incluso. Ya no solo un nuevo país. Un capítulo cargado (también) de un cierto exotismo: la República Checa. Que tiene, lo sabemos, un voltaje político altísimo. Pero una nación lo suficientemente rica y vinculada a nuestro pasado como para también dialogar con el presente de la enunciación del nuestro y, en ese marco, del yo lírico Para la poeta la República Checa no es ese espacio pleno de exotismo, al que se asiste únicamente desde la sorprendente perplejidad. Por otra parte, el amor se puede pronunciarse también en este otro idioma, como las primeras cosas. Las experiencias primordiales (cosa que se descubre, o se redescubre). Y las primeras palabras que se aprenden en ese idioma (también la experiencia de la poesía, bien mirada, consiste en empezar a aprender a nombrar en un nuevo lenguaje un nuevo orden). Este orden significante de una cultura se denota mediante otras palabras. Distintas de las propias. Sin embargo, su contenido emblemático hace que, nuevamente, cobre un sentido denotativo. Es aquí cuando la experiencia siquiera fugaz del bilingüismo ingresa al poema porque ingresa en la poeta. O, mejor dicho, es la poeta la que ingresa en ese nuevo universo semiótico. Se nombra una toponimia (ríos, ciudades, espacios, personas, comidas que lo definen) y se hace alusión a experiencias allí vividas. Experiencias fuertes. De notables intensidades. De naturaleza inolvidable pero también espectáculos frente a los cuales el yo lírico femenino no puede permanecer neutral sino comprometerse y conmoverse. En efecto, el yo lírico femenino se encontrará a todo lo largo de este libro bajo el efecto de la conmoción. Pero ello no es sinónimo una conmoción paralizante. Sino, muy por el contrario, de agitación. Este es un punto capital del poemario. Estamos ante un yo lírico del orden del compromiso (vuelvo a Sartre) producto de una pasión por una caudalosa serie de convicciones (vuelvo a ellas). En todos los planos de la enunciación literaria que inevitablemente remiten al orden de lo real. El yo lírico se manifiesta nervioso porque se manifiesta movilizado por el entorno que lo rodea. Circunstancia naturalmente turbulenta si la vinculamos a la referencialidad y a la denotación que arriba mencioné. Diría que aloja a este  País niño un principio de realidad. No es un principio de realidad idílico porque la Historia argentina jamás lo fue. Hay una construcción descarnada del mundo, del universo sensible que en su estallido significante hace que el yo lírico no permanezca ajeno sino tome partido. Emotivamente se experimentan matices fuertes que no son ingenuos. Salvo alguna evocación de escenas que se reciben del pasado como un salvoconducto hacia la felicidad innegociable (las brevas que se comen como golosinas bajo la  forma de un festín, las idas al colegio con frío, la presencia de una madre costurera o, en todo caso, que cosía), que tampoco son ingenuas sino, en todo caso, remotas. Norma Etcheverry me sirve en bandeja esta lectura: la experiencia poética es por sobre todo experiencia política. Y, más aún, como dije, experiencia ética, en primer lugar. Quien escribe dibuja sobre el papel tres dimensiones: lo que ha sido (desde el tiempo histórico del pasado lo hace), lo que está siendo (desde el tiempo histórico del presente en que todo está teniendo lugar, envuelta en el remolino de la escritura) y lo que en adelante será (lo que como producto de todo ello, de modo incierto e inescrutable, terminará por ser, visualizar y realizar). El poema se torna “poema de batalla”, como quería Paco Urondo. La experiencia de poema cobra vida rotunda como poema de la resistencia (en ocasiones), de la impetuosa presencia en el mundo (que irrumpe indetenible en él) o como canción del desacuerdo: canción  de protesta (nueva vertiente). En los mismos términos de un Sartre que muchos considerarán pieza de museo, para mí vigente como en los albores de la primera mitad de los ’50 y hasta los ’80 elijo trazar el dibujo de mi lectura de Mundo niño desde mi decisión de intervenir en él, quiero decir, en este libro, a partir también de una toma decisiones críticas. Atravesado por la experiencia del tiempo (del tiempo histórico latinoamericano) y de una espacialidad que también es la mía (la de La Plata, la de Argentina), entonces también yo, de mi mirada crítica elijo el compromiso. La intervención en el poema que no es sino intervención en el universo poético de Norma. Y el que compartimos. Inexorablemente.
 

Norma Etcheverry

Norma Etcheverry

Norma Etcheverry nació en 1963 en  Ranchos, provincia de Buenos Aires. Reside en la ciudad de La Plata, Argentina, donde estudió Periodismo y  Letras y Filosofía. Ha editado Máscaras del Tiempo (1998), Aspaldiko (2002), La ojera de las vanidades y otros poemas, (2010), Lo manifiesto y lo latente (Colección de Poesía “Cuadernos Orquestados”), La Vida Leve (2015) y País niño (2019). Compiló La isla escrita antología de poetas cubanos, presentada en la Feria del Libro de La Habana. Ha participado en talleres y encuentros de poesía en el país, y el extranjero. Actualmente, trabaja en Autóctonas y exóticas, proyecto literario que cuenta con el apoyo del Fondo Nacional de las Artes.

Este texto plasma una mirada sobre su último libro, País niño (Proyecto Hybris Ediciones, 2019).

Adrián Ferrero
Nació en La Plata en 1970. Es escritor y Doctor en Letras por la UNLP. Textos suyos se han publicado en el país, en México y en EEUU, entre otros, tanto en español como en inglés.

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