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Rafael Felipe Oteriño
/ El lugar de la poesía

 

El lugar de la poesía

 

                                                         a Juano Villafañe

 

 

Días atrás participé de un foro en el que se discutió el lugar de la poesía en las políticas culturales (Buenos Aires, viernes 26 de junio, “Centro Cultural de la Cooperación”, Sala Osvaldo Pugliese). El tema rozaba, sin proponérselo, otra cuestión de no menor actualidad: el papel de la poesía ante el avance de los tecnolenguajes y la cultura audiovisual. Ambas cuestiones me remitieron, impensadamente, al ensayo de H.G.Gadamer “¿Están enmudeciendo los poetas?” del libro “Poema y diálogo”, en el que el filósofo alemán se pregunta si el poeta tiene aún un cometido en nuestra civilización. O, dicho con mayor alcance: si hay espacio para el arte en una época atravesada por la masificación anónima, la idolatría de la ciencia y la consiguiente aniquilación de los lenguajes familiares, que –como sabemos- están hechos de sobreentendidos y atravesados por la discreción y el silencio.
 

Frente a estos interrogantes, señalé que la poesía se encuentra en la necesidad de afrontar dos escollos que anidan en su naturaleza: que se trata de un lenguaje en estado especial –de una lengua dentro de la lengua- y que no está en su genealogía ni el ser práctica ni el ser utilitaria, ya que no sirve para fines materiales ni para comunicarse en el trato diario. No es por azar que en la conversación corriente se usan como términos intercambiables los vocablos “lírico” e “inútil” (o “nimio”). En su defensa, apunté que ella goza, empero, de atributos que la vuelven insoslayable: es intensa y polisémica, concentra el lenguaje y es veloz. Condiciones éstas que le permiten evitar el cliché y la frase hecha, al tiempo de cubrir un enorme campo mental en muy breve tiempo. A todo ello se suma que se vale en su desarrollo tanto del modo de conocimiento racional, propio de occidente, como del intuitivo emocional, de raíz oriental.


Así dotada, la poesía tiene la virtud de abrir otros mundos y de acceder a zonas inexploradas de la inteligibilidad y el sentido. Sólo ella puede convertir el acto lingüístico en la energía creadora que da rienda suelta a lo no dicho y a lo indecible. En ella es verdadero lo que de ordinario no tiene lugar en el escenario de lo real. En esta dirección, Seamus Heaney dice que la poesía sirve para corregir los desequilibrios del mundo, interviniendo en el quehacer de los hombres de un modo reparador. Este accionar le da una intervención más activa que la proveniente de la tradicional concepción de la poesía como espera e iluminación (que remite a la inspiración de manera excluyente). Su intercesión es bajo la forma de una existencia alternativa, como contramundo, creando un universo imaginario diferente del real. “Puede ser de otro modo”, entroniza la poesía.


Su libertad intrínseca (libertad en cuanto a temas y formas), el uso no convencional del lenguaje (Valéry le llama “palomas” a los navíos y “techo” al mar), su mayor autonomía prosódica (incuestionable al amparo del generalizado uso del verso libre), son disparadores de fuerzas que hablan de la vida más y mejor que cualquier argumentación. El verso de Marechal “del laberinto se sale por arriba” es buen ejemplo de lo que digo. La poesía no sigue el curso rutinario de las cosas. No dice más de lo mismo: dice lo otro de lo mismo. Bajo esta luz, es un espejo que no devuelve las imágenes repetidas. Que suele mostrar imágenes deformadas, como las pinturas negras de Goya y los torsos sin rostro de Bacon. Así, de este modo, la poesía se ofrece como la otra verdad, última red, respuesta. Su insistencia, en no menor medida que su resistencia, ensancha el mundo y se convierte en conocimiento, con el consiguiente efecto paliativo. 


Por eso es preciso separar lo que es el “protagonismo” de la poesía en la sociedad actual –a todas luces, escaso- de lo que significa la “autoridad” de su presencia, abonada por siglos de amistad con el hombre: de Homero a Virgilio, de San Juan de la Cruz a Vallejo y Neruda. Mientras no sea borrada del todo –y no hay señales de que esto ocurra-, la poesía es el horizonte al que nos encaminamos sin descanso. Como salvaguarda, como expresión alternativa, como réplica y contrarréplica, allí está ella invitándonos a traspasar fronteras. Sobre todo, cuando no quedan palabras para enfrentar el azaroso estar en el mundo. Es lo que dice Borges en su “Arte poética”: “Ver en la muerte el sueño, en el ocaso/ un triste oro, tal es la poesía/ que es inmortal y pobre. La poesía/ vuelve como la aurora y el ocaso”. George Steiner  habla de “presencias reales”, señalando que aunque el mundo le dé la espalda, ahí está el arte en reemplazo de viejo Dios que por milenios dio amparo y fundamento a la humanidad.


Como somos seres históricos, en esta temporalidad se libra el combate. Siempre hay una epifanía, un aura y un secreto que pugnan por ser expresados. Las invenciones simbólicas, los sonidos y significados que despliega el poema, las zonas que explora el poeta con pasión de entomólogo, son señales de aquella autoridad. La poesía existe precisamente porque existe la historia. Si no hubiera historia –hecha de cambio, devenir, avatar, suceso-, no habría poesía sino oración. O silencio o éxtasis. De donde la poesía, antes que víctima de la contemporaneidad, es su aliada: la que le asegura continuidad, la que le presta su savia. Con aquellas condiciones de intensidad, concentración y rapidez, eleva su voz frente a las formas efímeras del lenguaje comunicativo (el twitter, los correos SMS, el intercambio de selfies y los demás soportes crípticos del idioma), que dejan tan poco espacio para el sentir y el pensar. Embriagada de sentido, hace de su promesa un camino a recorrer junto a la cultura del sonido y el poder hipnótico de las imágenes visuales con las que se entiende el presente.


Para concluir, quiero apuntar un fragmento del poema “Asfódelo” de William Carlos Williams que da una respuesta tierna, acaso frugal, pero contundente, a los interrogantes que plantea el tema en discusión:

 
                                                            Es difícil 
                                      sacar noticias de un poema
                         pero los hombres mueren miserablemente todos los días
                                   por carecer
                 de  aquello que tienen los poemas.

                                                

 

Rafael Felipe Oteriño

Rafael Felipe Oteriño

Rafael Felipe Oteriño. La Plata, Argentina, 1945. Publicó doce libros de poesía: Altas lluvias (1966), Campo visual (1976), Rara materia (1980), El príncipe de la fiesta (1983), El invierno lúcido (1987), La colina (1992), Lengua madre (1995), El orden de las olas (2000), Cármenes (2003), Ágora (2005), Todas las mañanas (2010) y Viento extranjero (2014). Su obra fue recogida parcialmente en Antología poética (Fondo Nacional de las Artes, 1997) y En la mesa desnuda (Ediciones al Margen, 2009). Recibió, entre otras, las siguientes distinciones: Premio Fondo Nacional de las Artes (1966), Premio Sixto Pondal Ríos de la Fundación Odol (1979), Premio Coca-Cola en las Artes y en las Ciencias (1983), Primer Premio Regional de Poesía de la Secretaría de Cultura de la Nación (período 1985-1988), “Premio Konex” de Poesía (período 1989-1993), Premio Consagración de la Legislatura de la Provincia de Buenos Aires (1996), Premio Esteban Echeverría (2007) y Gran Premio de Honor de la Fundación Argentina para la Poesía (2009). Es miembro de número de la Academia Argentina de Letras. Reside en Mar del Plata.