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Rafael Felipe Oteriño
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El misterio de ser conmovidos por las palabras
por Rafael Felipe Oteriño

 

Del gran atlas de la literatura aprendí lo que las palabras dicen como emoción y como experiencia, como densidad semántica y como ágiles correos de nuestra temporalidad. Por eso, mi exposición ha de versar sobre el misterio de ser conmovidos por las palabras. Tampoco debe extrañar que me detenga en el recuerdo de no pocos autores. Son los que me han acompañado toda la vida y quienes me transmitieron el amor a la palabra embriagada de sentido, que es la palabra de la poesía. Porque la poesía crea un vínculo de fe con las palabras: por lo que dicen y por lo que callan. Percibimos que son portadoras de algo más que no se expresa en la comunicación diaria y queremos penetrar en su secreto. La poesía permite dar representación simbólica a eso oculto, inarticulado o no dicho. Cuando Ungaretti escribe sobre Mohammed Schab, descendiente de emires nómades que descansa en el camposanto de Ivry, y agrega “Y quizá sólo yo/ sé todavía/ que existió”, lo que hace es arrebatárselo a la muerte y convertirlo en un testimonio de la congoja de todos los hombres por el paso del tiempo.

La poesía refiere el mundo y es, a la vez, un mundo. Para el poeta comienza con la irrupción verbal, sin causa aparente, de un fragmento de cotidianidad, que remite a algún recuerdo o experiencia íntima, que gira, se interpola, desplazándose hacia otra significación que es encerrada en la nueva criatura que constituye el poema. A este proceso Valéry le llama “estado de deseo”. Gottfried Benn consigna tres pasos: un sordo germen creador, palabras que el poeta sabe poner en movimiento, un hilo de Ariadna que lo hace salir de esa tensión e ir al encuentro de la forma en que se definirá lo poético. Philip Larkin también señala tres etapas: en la primera irrumpe un concepto emotivo que obliga al poeta a hacer algo con él; en la segunda, el poeta construye un dispositivo verbal que tiende a reproducir ese concepto emotivo; en la tercera, el lector activa el dispositivo y recrea lo que el poeta sintió al escribirlo. Mi inolvidable amigo y académico Horacio Castillo nos habló de un estado crepuscular en que la conciencia se encuentra consigo misma y objetiva lo inefable.

Me apuro a señalar que no hay palabras literarias: hay palabras. Al poeta lo llaman aquellas que tienen algún valor fonético especial: porque le son desconocidas o porque le son enigmáticas. El poeta platense Roberto Themis Speroni tenía un lenguaje ligado al paisaje rural de pequeñas chacras que rodeaban la ciudad, pero acudía a la enciclopedia en busca de palabras inusuales. Sin consultar su etimología, las repetía hasta familiarizarse con ellas, a la espera de que se precipitaran durante la escritura con su resonancia interior y el hechizo de su pasado. Leopoldo “Teuco” Castilla viaja sin cesar detrás de las voces, sonidos y colores con los que habrá de contar el planeta como si lo acariciara (para él contar y cantar son términos intercambiables). Dylan Thomas cuenta que comenzó a escribir porque se había enamorado de las palabras. “Ahí estaban ellas, aparentemente inertes, hechas de blanco y de negro, pero de su propio ser surgían el amor, el terror, la piedad, el dolor, la admiración, todo eso que hace grandes y soportables nuestras efímeras vidas”.

Es justo, entonces, decir que el trabajo del poeta está presidido por una disposición a la escucha de aquello que la vida tiene de indecible y que, en el acto de la escritura, teje lazos entre lo diario y lo extraordinario. Una pequeña parcela de la realidad -“la radiografía del pie de nuestro hijo”, en el poema de Néstor Mux donde el poeta ve un “simulacro pálido de la eternidad” o “La aparición de esos rostros en la multitud:/ pétalos de un ramo negro y húmedo” como escribe Ezra Pound- tiene un poder sugestivo mayor que el universo al que pertenece. Transporta a otro nivel del entendimiento que, en el plano de la psiquis, opera con efecto liberador, de zona conquistada. Ya sea por el goce de haber confirmado nuestras intuiciones o por habernos salvado de los días grises al enfrentarnos con un punto de vista absolutamente perturbador. Por eso, del contacto con la poesía se sale renovado, como de un viaje. El poeta ha dejado oír una voz impersonal, desprendida del impulso originario, capaz de vestir la realidad pero también de emitir juicios, que funde el presente del lector con el pasado de la experiencia humana.

¿Pero es la poesía un lenguaje referencial o se trata de una prédica que se origina y confluye puramente en el lenguaje? Si es lo primero, su valor estaría dado por la comprobación entre lo expresado y lo referido. El poema sería válido si la alusión al "mar" se correspondiera con la noción que tenemos del mar. En tal caso, no se podría hablar de "vinoso Ponto”, como leemos en la Odisea, porque el mar no es de vino. Si de lo otro se trata, el problema es más espinoso, pues a la imposibilidad de realizar un cotejo, se añade la inclinación del poeta a utilizar códigos privados y llamar “ley” al padre o "mujer" a la tierra. La poesía participa de las dos cualidades: tiene la arquitectura de un lenguaje referencial que dice-algo-a-alguien-y-sobre-algo (en el ejemplo: el regreso a casa de Odiseo, relatado a un potencial oyente/lector, luego de la guerra de Troya) y es un fin en sí mismo que da nacimiento a una realidad autónoma: el poema. No es un arte aplicado: sus significados se organizan en razón de sus elementos musicales y ambos confluyen en la palabra escrita. Wallace Stevens señala que las cosas de que habla el poeta son de la clase de cosas que no existen fuera de las palabras.

Con estos componentes, la poesía atraviesa el espacio que va del yo al otro y al nosotros, de una mirada particular a una visión universal, de una imagen sensorial a una dimensión espiritual, de la lengua hablada a la poética. En el lenguaje se da la contienda, no en la anécdota. En el resultado está el mérito, no en la intención. “En las palabras, no en las ideas”, le respondió Mallarmé al pintor Degas, cuando éste le comentó que tenía ideas, pero que no conseguía escribir una sola línea. Bajo estas condiciones, el poema traza un rápido puente con el lector, despertándole simpatía, en tanto que atracción, y empatía como afinidad. No para que éste reciba pasivamente un mensaje encriptado, sino para acompañar al autor en la construcción de su sentido. Porque los poemas son piezas enigmáticas e inacabadas que andan a la búsqueda del lector que las complete, y cada lectura los recrea y cada lector se apropia de ellos al leerlos, hasta que arriba –son palabras de Robert Frost- a un esclarecimiento de la vida, a un sostén momentáneo contra la confusión.

Dice Machado que el poeta es un pescador de peces que pueden vivir después de pescados. De lo que habla es de hechos que se independizan a fin de cobrar validez propia. “Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,/ y un huerto claro donde madura el limonero…” escribió hace más de cien años y ese limonero continúa floreciendo en cada lector, aunque haya pasado todo este tiempo y Sevilla y el huerto y la sombra de Machado se encuentren lejos en el espacio. A diferencia del lenguaje de la comunicación, que está llamado a perderse, la lengua poética crea un objeto de palabras que no es la ocurrencia, la zozobra ni la excitación originarias, pero que, al explayarlas, reelaborarlas y darles un nombre, es la réplica, la promesa y los descubrimientos en que se han convertido. Un mundo, repito, una visión: la realidad presentida edificada con fragmentos de la realidad fáctica. En ese espejo nos vemos: somos nosotros y no lo somos, es lo que sentíamos y no lo es, es nuestra autobiografía y es una invención. Es el poder de las palabras ayudándonos a entender a la vida sin haber celebrado con ellas un acuerdo previo.

Toda la vida escuchamos decir que la poesía es un modo de conocimiento. La afirmación nos remonta a los presocráticos. Valiéndose del tronco común del lenguaje tanto para reflexionar como para poetizar, estos primeros filósofos buscaron destacar lo que permanece idéntico –el agua, el aire, la tierra, el fuego-, y allí fincaron el ser de las cosas, mediante un instrumento que era una finalidad: el logos. Y el logos era la palabra, sede de una multiplicidad de sentidos, que eran, a su vez, la verdad. Pensar e imaginar marchaban juntos, el pensar era poético. Las imágenes e ideas fueron sus recursos: “Entramos y no entramos en el mismo río, somos y no somos”, “El tiempo es un niño que juega con los dados”. Son fragmentos de Heráclito cercanos a la poesía tal cual hoy la entendemos: como indagación, señalamiento y puesta en acto de lo inexpresado. En el plano de la argumentación, son licencias elaboradas con el propósito de referir aquello que es reacio a la significación. Pues como también dice Heráclito: “La naturaleza ama ocultarse”.

Con mayores o menores cambios, la idea de conocimiento ha llegado hasta nuestros días. Hay quienes sostienen que no hay otro conocimiento que el científico experimental, sujeto a ensayo, prueba y demostración. Pero, ya bien entrado el siglo XXI, a nadie se le escapa que nuestro mundo vital reconoce leyes fundadas en otras capacidades, otras facultades y otras competencias que señalan la existencia de un costado que permanece en sombras. Los surrealistas registraron su huella en el inconsciente. Estudiosos de la modernidad lo observan como otro efecto de la ruptura entre la palabra y el mundo. Para los poetas, ese lado oscuro pone en marcha el desafío de volcar en palabras la perplejidad de saber que somos lo que nunca se ultima. Esto explica que la lengua literaria sea varia, laxa, plural, abierta, a fin de expresar un mundo cambiante y una mentalidad cambiante en que las verdades del sueño, lo tácito y lo callado, juegan un papel tan importante como la inmediatez de los conceptos.

Se cuenta que Alejandro ordenó a los pescadores que contaran a Aristóteles todo lo que habían visto en las profundidades del mar, para que éste pudiera ensanchar su horizonte. La historia pone de relieve el papel de la experiencia en la elaboración de la escritura. Hacemos pie en episodios de la vida, para trascenderlos. Remitimos lo desconocido a lo conocido, a fin de volverlo familiar. Siempre estamos en el camino. Es en esta dirección que en la antigüedad se llamó vate –adivinador- al poeta. Como somos precarios, hacemos poesía. Como el mundo es enigmático, hacemos poesía. Donde el discurrir lógico toca sus fronteras, la poesía acude en su reemplazo. Cuando la razón no proporciona las respuestas, las alegorías se convierten en respuestas. Cuando las pruebas no alcanzan, el montaje de la imaginación ocupa su lugar. Y lo más extraordinario es que dicha plasticidad es aceptada por la lengua. Esta realidad nueva, primordial y originaria se denomina conocimiento poético. O inteligencia poética. Acontecer lingüístico, de contornos mágicos, que se superpone al mundo y lo transforma.

En el poema Cementerio marino, Paul Valéry escribe: “Ese techo tranquilo que surcan las palomas,/ entre pinos palpita, entre las tumbas;/ el mediodía justo enciende allí sus fuegos/ el mar, ¡el mar, siempre recomenzando!...”. Cuando nos situamos en el terreno -un promontorio junto al mar en cuya altura está emplazado el cementerio de la ciudad mediterránea de Séte-, comprendemos que el techo es el mar visto desde la cima y que las palomas son los veleros que lo atraviesan. El desvío del código del lenguaje que permite llamar “techo” al mar y “palomas” a las naves, tiene la propiedad de enriquecer el campo de lo real, al crear un nexo impensado entre el júbilo de la Naturaleza y la intemporalidad de un sitio para la muerte como es el cementerio. Por encima de toda analogía, este plus de sentido hace que, en el corazón del lector, lo dicho sea literariamente verdadero. Porque el propósito del poeta no ha sido retratar un hecho objetivo, sino compartir un destello de eternidad. Walter Benjamin vio esta cualidad del arte cuando calificó de “iluminaciones profanas” a esta otra vía de conocimiento que corre paralela a la iluminación religiosa.

Vemos que la relación de la poesía con el lenguaje no es simple. La poesía se sirve del lenguaje y, al mismo tiempo, quiere escapar de él. El lenguaje es su sede y su prisión. Ninguna fuente disimula el hiato que hay entre el lenguaje considerado en sí mismo, con sus léxicos y lógica gramatical, y la poesía como fenómeno que se produce en y por el lenguaje. Comprenderlo explica ese reescribir de continuo un poema de algún modo siempre inacabado -que es lo que hace el poeta-, y permite tomar nota de la batalla que éste libra para dar forma a sus intuiciones, mediante palabras que prometen la llave para lograrlo y que sólo conducen a la página donde podrá actuarlas, sobreactuarlas y hasta pulverizarlas (es lo que hizo Paul Celan con el idioma alemán para condenar el infierno de los campos de concentración donde su familia fue aniquilada), pero difícilmente pueden expresar en carne y hueso lo que contienen. Porque sus intuiciones pertenecen a la interioridad psíquica, mientras que las palabras, moldeadas por el uso y la costumbre, están constreñidas por la autoridad del lenguaje histórico.

Esta disonancia desnuda los desvíos, las traiciones que el poeta se ve compelido a hacer al lenguaje para evitar los lugares comunes de la frase hecha y el adjetivo desgastado. Quiere comulgar con la realidad y recurre al lenguaje; el lenguaje le muestra sus límites –no hay palabras para comunicar lo inexpresable-, y lo rebasa apelando a una lengua que no representa las cosas como se observan sino como escondidamente son. El resultado es un habla que se reinventa en el dominio opuesto al de la convención. Crecida tanto adentro como afuera del diccionario, refresca y salva a la lengua y a ella misma de los peligros del adocenamiento y la oscuridad. Siempre la poesía está violentando al lenguaje, sea porque quiere hacer pie en él, sea porque quiere recusarlo, a fin de que éste se convierta en el continente de palabras primordiales aún no rebajadas por el uso: cuando el vocablo “árbol” designa al árbol familiar, con su sombra, ramas y hojas verdes, pero también refleja la simbología del eje del mundo.

Con figuras como éstas decimos lo existente y lo inexistente, lo decible y lo inexpresable. Para abordar lo inexpresable creamos un lenguaje propio: hacemos metáforas y, cuando la urgencia asoma, nos valemos de palabras desnudas como flechas. Rodeos que acercan realidades opuestas, definiendo esto en términos de aquello, y tajos y atajos para expresar la orfandad. Son los remedios del poeta contra la aporía y la insuficiencia de la definición. “Del brazo tuyo he bajado por lo menos un millón de escaleras/ y ahora que no estás cada escalón es un vacío./ Así de breve fue nuestro largo viaje”, escribe Eugenio Montale, en la traducción de Horacio Armani del poema “Xenia”. ¿Habla Montale del escollo que representan las escaleras a cierta edad? No, habla de otra cosa. Habla de “bajar” las escaleras no una sino “un millón de veces”, énfasis que recorre el arco que va de la innumerable vida a la finitud de la vida. Pero concentra la atención en la palabra “vacío”, y ese vacío, síntesis del desmoronamiento ante la pérdida del ser querido, es el verso no escrito que debe llenar el lector. En poesía las palabras dicen lo que dicen, pero además dicen lo oculto, lo silencioso, lo omitido.

A espaldas de este protagonismo, la palabra sufre desgastes. La cultura del sonido desplaza al orden verbal. Las imágenes visuales se disparan desde todos los sitios e impactan en la palabra escrita. En pos de la comunicación instantánea, los “mensajes de texto” ciñen la sintaxis, borrando la cualidad esencial de la cercanía que es de naturaleza emotiva antes que física. El collage de la publicidad relega las palabras a la condición de notas al pie de página del creciente mundo audiovisual. Gran parte de la ciencia crea su identidad lingüística con elementos de la gráfica. Corroídas las palabras por la perífrasis de los discursos del poder, cada día parece más difusa la imagen del mundo. Cabe pensar que esta retirada de la palabra es una fatalidad que no se percibe como tal. Quizá sólo se trata de un cambio de época. Pero ¿cuánto silencio queda sin ser escuchado?, ¿cuánta memoria se pierde cuando hay quienes sostienen que la poesía es algo decorativo, un pasatiempo para ociosos, una habilidad? Suerte de bibelot reservado para ocasiones festivas. Ni siquiera hablan de “hallazgo” o “encuentro” para señalar el contacto con la palabra que nos sobrepasa. “Un hooby”, estoy cansado de oír: una tarea ingenua.

Esos no saben que, en su búsqueda del segundo significado, la poesía es heredera del lenguaje de aquellos primeros sabios que opusieron la contundencia de la palabra a la pesadilla de la apariencia. Hoy lo no real es la retórica de masas. Una práctica que ignora el poder que puede tener la poesía para que la vida no se estanque en lo repetitivo y lo trivial. Porque la poesía no nos saca de este mundo. Lejos de representar una conducta evasiva o de conducir al poeta a ese limbo en el que también se lo ha querido situar, nos deja entrever otro mundo, sin sacarnos de éste. Con su persuasión que muchas veces tiene el acento de la ironía y tantas otras el de la alegría, opone la temperatura del sentido a la negación y al absurdo, contradice la incompletud con el destello de una existencia alternativa, enlaza la fecundidad del pasado con la intensidad del presente, media entre los hechos y los hombres, entre las ideas generales y el viejo dolor humano. Me refiero a la poesía como puente, como significación y como abrigo.

¿Por qué escribimos poesía? Un día nos pusimos con Raúl Gustavo Aguirre a buscar la respuesta y la lista fue interminable:
“Porque creemos en las palabras”.
“Porque estamos enamorados de las palabras”, como Dylan Thomas.
“Por el deseo de encontrar satisfacción a través de ellas”.
“Para llevar a otra significación los poemas que leemos”.
“Porque aspiramos a prolongar la humanidad de poemas que leemos.
“Como un sucedáneo de la vida: para sentirnos vivir”.
“Como un acto de supervivencia: para dejar una huella de nuestro paso en el mundo”.
“Porque se ha oído una música y no se es músico para interpretarla” (Borges).
“Porque los versos, como la oración, religan.
“Para preservar algo que se pierde o se olvida o que ya no volveremos a ver”.
“Para enamorar”.
“Para reparar una falta, para denunciar injusticias”.
“Como paliativo: para curar una pena ("Melancolía de Jasón" de Kavafis).
Como hubiera querido Rimbaud: “para que la poesía guíe a la vida”.
O, sencillamente: “para ser felices”.  

Todos estos motivos pueden ser verdaderos, ninguno es suficiente. Su diversidad no oculta que el trato con las palabras conlleva un trasfondo de impotencia. Pero que también es una conquista. Porque imposibilitado el poeta de hacer suyo el lenguaje de las cosas –el discurrir del río, la fronda cambiante de los árboles, la llamarada de su propia conciencia-, hace poesía: realiza algo distinto de lo que ve, de lo que oye y de lo que siente. George Steiner dice que las obras de arte son "presencias reales". Pronunciar dicha presencia y dejar que ese algo más se nos diga es de la esencia de la poesía. Las palabras -las grandes invitadas de la poesía- guardan lo que sabemos y lo que aún no sabemos. Presencias reales, por un lado, son radiografías, anticipaciones. ¿Qué poeta no lo ha sentido alguna vez? Enajenadas, refieren el lugar adonde lo poético se cumple. Icónicas, dicen otra cosa y la repiten sin razón. Solidarias a la fe de quien confía en ellas, son, en definitiva, consuelo. Porque desde Heráclito hasta Levinas las palabras hacen señas.

Y ahí están, como guardianes altos, el escritor canónico escribiendo cartas al escritor novel que esperaba un veredicto sobre su obra, el poeta rural memorizando vocablos cuyo universo sólo se le habría de revelar al escribir el próximo poema, el Maestro que compartió su tiempo con este poeta que hoy lo recuerda para elaborar la lista de razones y sinrazones que fundan la pasión de escribir. Para finalizar, quiero retomar la imagen del camino y del caminante: los libros que leemos, las vísperas y corolarios de la escritura, las ciudades que se van abriendo, las presencias y las ausencias, todo eso que está contenido emocionalmente en las palabras son estaciones –epifanías- en las que se cumple el anhelo de escuchar y de ser escuchados. De ese misterio he querido hablarles.  

         

Rafael Felipe Oteriño

Rafael Felipe Oteriño

Este texto fue leído por el poeta Rafael Felipe Oteriño al asumir como miembro de la Academia Argentina de Letras el 28 de mayo del corriente año.

En la foto aparecen los escritores Rafael Felipe Oteriño, Patricia Coto, César Cantoni, Guillermo Pilía, Jorge Anagnostópulos, José Luis Moure (Presidente de la Academia), María Elena Aramburú y Horacio Castillo (h).