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Adrián Ferrero
/ Juan Gelman o la poesía insobornable

Juan Gelman o la poesía insobornable

Casi no leo los diarios. Me aburren. Siempre los libros me parecen más urgentes. Viene a cuento esto porque me enteré de la muerte de Juan Gelman dos días después de que aconteciera. Bien mirado, es un gesto que a Juan le hubiera disgustado. No porque fuera su muerte. No porque no me hubiera enterado de un suceso importante. Sino porque si algo hacía Juan era estar todo el tiempo atento a lo que lo rodeaba: la política, la sociedad, los enfrentamientos, las relaciones internacionales…En fin, eso que de modo algo inquietante llamamos “realidad” y que a él lo apasionaba. No menos lo apasionaba, por ejemplo, leer a San Juan de la Cruz. Y era capaz de conciliar a Santa Teresa con la Guerra del Golfo. Es altamente probable que Juan tuviera en su mesa de trabajo el diario de hoy junto con un libro de Haroldo Conti, las Alicias de Lewis Carroll y una novela de Susan Sontag.

Creo que ese es un gesto profundamente gelmaniano. Desconcertante y absolutamente seductor en un poeta. Consagrado a su arte de cincel, de puro burilado, de orfebrería casi, era para él un acto imperativo atender a la demanda de todo lo que evocara o todo lo que convocara experiencias ligadas a la opresión, a la desmemoria y al dolor. El mundo, ante todo, se le presentaba como algo interesante.

Tal vez sea eso lo que permite medir la magnitud de un poeta. La capacidad de síntesis entre abandonarse a su arte (un arte excepcional, en este caso), pero simultáneamente, como con un ojo estrábico, asistir por sensibilidad a acontecimientos abominables ante los cuales no permanece ni permite que otros permanezcan indiferentes. Y eso es supremo. Muy poca gente y, más aún, muy pocos poetas lo logran. Pues Juan Gelman lo logró.

Gelman está asociado a mi historia de muchas formas. Recuerdo, por ejemplo, un verano de mi adolescencia, en la quinta de mis abuelos, con mis primas en la pileta, yo tirado en el pasto leyendo Interrupciones II. Azorado. Preguntándome cómo había podido ser tan estúpido de no leer el primer volumen. Otra vez, ya viviendo solo, puedo evocar la lectura arrobada de su Dibaxu, poemas que Juan había escrito en sefaradí y traducido después al español moderno. Tengo aquí a mi lado “Una manu tumó l’otra”, el magnífico disco en el que Dina Rot musicalizó algunos de esos poemas, junto con los de la poeta francesa Clarisse Nicoidsky. ¿Puede acaso un hombre acometer la quijotesca empresa del aprendizaje del sefaradí para después traducirse a sí mismo? Como una cinta de Moebius. Esas eran cosas que sólo Juan podía –y sabía- hacer. Juan era argentino, el único de los hijos de una familia de inmigrantes judío ucranianos nacido aquí. Fervoroso hincha de Atlanta.

Otro episodio, que tengo perfectamente fechado, es durante una conferencia que dictara en la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad Nacional de La Plata, a la que asistió con Mara Lamadrid, su compañera. Intervine en esa conferencia de un modo que no revelaré. Pero lo cierto es que en este momento puedo recuperar su estampa, sus ojos castaños, su color de voz grave, siempre auténtico, que miraba con severidad pero al mismo tiempo con una cierta ternura, como de verso quebrado. Jamás con vanidad ni menos aún con falsa humildad. Yo había ido con mi novia de ese momento y, ahora que lo pienso, Juan estuvo muy ligado al amor en mi vida. Los poemas eróticos de Juan, casi todos dedicados a Mara, son de una sutileza y una sofisticación que diera la sensación de que Juan (y nosotros con él) está literalmente habitando el Paraíso más que un lugar tan imperfecto y prosaico (vale aquí el adjetivo) como la Tierra. Juan, con suma facilidad utilizaría, la palabra “rocío”, al referirse al acto de amar.

Podría recortar otras escenas. Elijo una que me resulta particularmente singular: estoy cursando un seminario de escritura creativa con María Negroni (a quien Juan dedicó algunos  poemas) en la Universidad Torcuato Di Tella de Buenos Aires. María nos pide que por favor leamos Mundar. Y escucho a esa poeta inmensa que es María referirse a Juan y referirse a su poesía con asombro, con reverencia, con un enorme respeto. Lo hace del mismo modo en que lo haría cualquiera hablando, por ejemplo, de un astro, o de una brújula en la tormenta, o de un glaciar. Sabrán disculpar toda esta sarta de lugares comunes. No logro dar con la metáfora apropiada para ilustrar la imagen cabal con la que Gelman nos empapaba. De toda  esa constelación que fue la poesía de Juan. Porque que una poeta como María, de la magnitud de María, admire tanto a otro poeta, no hace sino confirmar que se trata de alguien (Juan, digo) de talante verdaderamente inconmensurable. Voy a Buenos Aires, entro en una librería, pido Mundar. El librero me dice que está agotado. Mi consternación, que el vendedor percibe, lo hace acudir en mi ayuda. Y me dice a continuación: “Pero tenemos una antología que es muy buena”. Lo miro con esperanza. La busca, me la da, la hojeo y veo que se trata de un libro gordo, de Fondo de Cultura Económica. Que se titula Pesar todo, cuya Selección, compilación  prólogo están a cargo de Eduardo Milán. Que la antología es de 2001. Convengamos que se trata de un buen botín. Lo compro. Mientras María dicta sus clases, y yo la escucho con pasión y con pavor (María siempre causa un poco de pavor), en casa en una tarde y una noche leo la antología. Y es ahí, definitivamente, donde, como quien dice, desfallezco en los poemas de Gelman.

También están, claro está, los por todos conocidos escritos de Juan ligados al periodismo y la política, tanto nacional como internacional. Se dio a conocer en este otro oficio (o el mismo, lo estimaría él según sus convicciones) en 1966 y después ya nada lo detendría. Más recientemente, Juan publicaba su Prosa de prensa, como tituló una de sus recopilaciones, en el diario Página/12. He leído algunos de esos libros (que tengo en mi biblioteca). Pero no menos cierto es que varios de sus artículos (verdaderos ensayos literarios), todos ellos muy perspicaces, hablan de otros temas, inesperados. Recuerdo, por ejemplo, al azar, uno sobre Jane Austen, texto poco probable en Juan. Pero posible. Porque Juan, además de ubicuo, era un hacedor de milagros, un equilibrista que había aceptado el desafío de transcurrir entre acantilados. Antes, mucho antes, Juan había ejercido el oficio en Confirmado, La Opinión, Noticias y Crisis. Eso forma parte de un capítulo que no abordaré.

Los nombres de Paco Urondo, Haroldo Conti y Rodolfo Walsh regresan a su obra como sonido de manantial, diáfano, transparente, pero, claro está, siempre trágico, y los repite porque nombrarlos una y otra vez es una forma de evitar el olvido, pero también de configurar una poética. Negarlos hubiera sido una de las formas de la muerte.  Esos nombres, este triángulo de compinches, que se desplazan blandamente sobre una superficie porosa, a la que se amoldan, son los cauces que desaguan en la mar, que es el morir. Hay un recuerdo entrañable por esos amigos, por la militancia, y, claro está, por un duelo. Ese duelo, como se podrá apreciar si uno lee y sigue, y sigue leyendo a Juan, es un duelo que no cesa. Incesante, digamos. Porque es una exigencia de justicia, de restitución, tan ligado a su propia identidad, como veremos más adelante.

En efecto, en marzo de 1976, fueron secuestrados su hija, su hijo y su nuera, por entonces embarazada, por un grupo de tareas de las Fuerzas Armadas argentinas. En 1978 Gelman supo a través de la Iglesia Católica que su nuera había dado a luz en un centro de detención clandestina, sin precisar dónde ni el sexo de la criatura. Gracias a Dios hace algunos años la liberó de otro cautiverio, que ella ignoraba, y del que podría  haber permanecido presa si Juan no la hubiera rescatado de esa ignominia.

La recuperación de su nieta, que fuera sustraída de manos de una pareja de apropiadores (de malechores, vamos) supongo debe haber significado para Juan el hecho más insólito, más dichoso, y más imprescindible de toda su vida. Y así lo testimonió en sus libros ulteriores a esa fecha. Quien los lea lo podrá constatar, y no precisamente sólo por las incontables dedicatorias.

Así como a sus poemas, como hombre fiel que era, regresa Mara, y regresan Paco, Rodolfo y Haroldo (nombrados de esta manera), también regresa esa nieta, como quien dice: “regresa del más allá”, o “regresa del infierno”, o “regresa del horror”. Y es esa restitución, tan celebrada por quienes creemos que la justicia debe ser posible, la que ratifica de alguna forma la índole del poema, renueva su ímpetu, confirma su esencia: la de la intransigencia primordial contra los poderosos de la Tierra. Al menos esa es mi versión, entre otras posibles acepciones, de la poesía.

Me habían hablado del primer libro de Juan, Violín y otras cuestiones. Una vez lo vi exhibido y lo compré. Abriendo la primera página, doy con el Prólogo bellísimo de Raúl González Tuñón (primera antelación del milagro), quien, por otros motivos no idénticos pero sí afines, había sido tan importante en mi vida y en la de un grupo de mis amigos. De modo que en Juan, en la poesía de Juan, se ataban muchos cabos que en la mía permanecían sueltos. Por eso lo quería. Por eso, creo yo, además de por su extraordinaria estatura de poeta,  resultó un escritor decisivo en mi historia y capital para el mundo. Su poesía es uno de los momentos culminantes de la lírica en lengua española.

Su obra, por cierto fecunda, adopta todos los registros y todas las formas. No se trata de una poética homogénea que de un modo didáctico y obsceno yo pueda inferir y, por lo tanto, exhibir, birlando a la belleza, de un modo torpe e ignorante,  las notas más evidentes (aunque quizás algún crítico que esté en buena forma sí pueda, y con acierto: en lo personal no me interesa). Es demasiado compleja toda su arte poética como para identificarla con adjetivos, períodos, tropos, momentos, formas estróficas, temas o  recursos. Es, en algún sentido, todopoderosa. Pienso, eso sí, que había una enorme carga de oralidad en sus textos, pero muy trabajada por él, hasta darle una consistencia sublime. Los neologismos, las largas pero en ocasiones brevísimas tiradas de versos, las menciones de poetas entrañables, los nombres apócrifos o los de lecturas formativas o dilectas, algunos diminutivos…Eso maravilloso, por ejemplo de: “¿Y si Dios fuera mujer?” ¿Pero no ven? Estoy cometiendo un acto insensato. Porque pretendo introducir un camello por el ojo de una aguja. Y eso sí verdaderamente es un pecado.

Juan tuvo una vida larga. Pero también una vida corta. Porque gran parte de su tiempo cesó cuando sus hijos Nora Eva y Marcelo Ariel y su nuera fueron secuestrados y asesinados. El tiempo recobrado, como diría Proust, en todo caso pudo serlo cuando esa nieta pudo regresar al hogar, volver a casa. Y pienso que esa fue la primera felicidad crucial, definitiva de Juan, más excelsa y anterior a cualquier poema.

Creo importante destacar una vez más esta situación de Juan en el mundo. Porque Mundar, para Juan, era tener los pies sobre la tierra (si era en el barro mejor aún) y la cabeza en alto, en primer lugar por la dignidad, pero también para poder establecer zonas en las que la destreza, la inteligencia y la sensibilidad humanas pudieran ser forzadas hasta alcanzar sus paroxismos, hasta rozar incluso lo inconcebible. Juan volvía nuevo todo lo que tocaba.

Nunca dejó México, aún en los períodos democráticos. Supongo que tanto de su historia estaría allí cifrado y escrito que valía la pena (y uso esta expresión de modo deliberado) Mundar en esa patria. Como para muchos argentinos, México fue una patria  necesaria, que amparó (pienso en Noé Jitrik y Tununa Mercado, pero también en Pedro Orgambide y Carlos Ulanovsky y su mujer Marta Merkin). Allí habría ya enterrado a sus muertos, cuya tumba imaginaría en su patio, cada vez que salía a oler el aroma del césped al amanecer o a echarle una calada al eterno cigarrillo. O bien México tendría para él un valor emblemático de todos conocido.

Fue un poeta laureado, premiado, reconocido internacionalmente. Obtuvo, por citar sólo un ejemplo, el destacado Premio Cervantes. De todos modos, dudo mucho de que haya alguna vez sido del todo feliz. Lo imagino acechado por fantasmas, por recuerdos que regresan y por una honda sensación de impunidad. Estaría signado por el humor de la melancolía, como quería los isabelinos.

También Juan escribió un libro rico, interesante, distinto, junto con Mara Lamadrid, que es psicoanalista. Se trata de una serie de entrevistas a hijos de desaparecidos y asesinados por la dictadura. Se titula, de modo inteligente, Ni el flaco perdón de Dios, y recuerdo que fue reseñado en su momento por una antigua y querida amiga, en el diario “El Día” de La Plata. 

Juan, como si todo eso fuera poco, inventó personajes. El más célebre de todos ellos, Sidney West, es un poeta norteamericano apócrifo a quien Juan le atribuyó la redacción de una serie de poemas. Es entre un guiño y una ironía haber elegido la nacionalidad norteamericana para  un autor de poemas argentinos. Excepto, claro está, que Juan estuviera pensando en ese viejo sabio que fue Walt Whitman, en cuyo caso hasta Borges lo hubiera aprobado. Pero Juan lo lograba todo. Incluso que el imperialismo trovara. No me digan que no era un mago.

Tuvo una vida larga (1930/2014), lo que debe haber dilatado sus angustias, pero también esa longevidad ciertamente le permitió asistir a grandes convulsiones en la Historia, a encender su furia y, en cambio, seguramente abrigar a los pájaros y mecer a las mascotas.     

Quisiera cerrar estas notas, escritas al azar pero recapitulando y procurando ordenar un poco su historia (y la mía en relación con ella), con un deseo y un hipótesis. Sospecho que Juan está ahora con los suyos. Sospecho que Dios habrá elegido un lugar de privilegio para él. El de trovador. Incluso el de juglar, por qué no decirlo. Y pienso que desde ese sitio en el que seguramente ahora debe estar, debe ser por fin feliz (pero no nosotros, claro está, por puro egoísmo), seguirá haciendo exactamente lo que hacía en la Tierra: Musar.

 

Adrián Ferrero. La Plata, madrugada del 19 de enero de 2014.

 

Adrián Ferrero

Adrián Ferrero

Adrián Ferrero nació en La Plata en 1970. Se graduó como Prof., Lic. y Dr. en Letras en la UNLP, donde trabaja. Ha publicado trabajos académicos en EEUU, Alemania, Francia, Israel, España, Brasil y Chile. Editó los libros Verse (cuentos, 2000), Cantares (poemario, 2005) y, en carácter de editor, Obra crítica de Gustavo Vulcano (publicación de trabajos académicos In memorian, 2005). Cuentos suyos han aparecido en publicaciones académicas de EEUU y México, tanto en español como en traducción al inglés, así como en antologías colectivas. Ha sido traducido al inglés por Small Beer Press (NY & Boston). Siguió cursos y seminarios de escritura con María Negroni, Leopoldo Brizuela, Gabriel Báñez y Graciela Falbo. 

Adrián me manda un mail:
"Querida Sandra: Es muy, muy tarde. Mientras comenzaba una tormenta atroz me asaltó la necesidad de escribir un artículo sobre la muerte de Juan Gelman. Te lo mando por si te interesa para Tuerto. Besos. Adrián".
Cómo no interesarme? Así la poesía  encuentra sus puertas, sus caminos. En la madrugada, de mano en mano, desvelada.
Sandra, 2014.