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Adrián Ferrero
/ Turkestán sigue siendo una bonita palabra

Turkestán sigue siendo una bonita palabra

 


     ¿Por dónde empezar? No me digan que no es un buen comienzo. Me proponía, un poco al azar, trazar algunas notas, para nada exhaustivas, de lo que significó Poesía Turkestán en la vida de la ciudad de La Plata hacia los años noventa y en lo que significó para mí. Bajo la advocación de Raúl González Tuñón (“Quisiera irme a Turkestán/porque Turkestán es una bonita palabra”), un grupo de jóvenes, al cual fui invitado, armamos un grupo llamado así: Poesía Turkestán. El título puede sonar algo pomposo. Pues no lo fue. Porque supuso varias operaciones culturales y dispositivos de difusión del arte, de su circulación en ámbitos no convencionales, en los que no predominó la publicación de libros. Fue, como se dice ahora con cierto snobismo, un “colectivo de arte”. En esa aventura nos vimos envueltos un grupo de cuatro jóvenes de La Plata y el Gran Buenos Aires: Lautaro Ortiz, Pablo Ohde, Nicolás Maldonado y yo. Ahora el grupo, hasta donde yo sé, ha devenido diáspora, al menos en su carácter de colectivo de artistas. Evocaré algunos capítulos de esa aventura porque pienso que la poesía debe tener un lugar y que ese espacio no se juega solamente en los libros sino también en otros foros.
     Poesía Turkestán nos convocaba en un bar, preferentemente de noche, de calle siete y cincuenta y cinco. Casi todos fumábamos. Yo tomaba un humilde y mustio café. Allí leíamos nuestros textos, debatíamos y polemizábamos sobre poéticas y poemas, sobre autores y movimientos, sobre escuelas y formaciones culturales. En lo personal creo que esas conversaciones informales ayudaron a configurar gran parte de nuestra identidad o, al menos de la mía y pienso que buena parte de mi biblioteca allí se fue armando. De vez en cuando se nos acercaban poetas para que leyéramos sus textos o para hacernos consultas puntuales sobre escritura. No sé si pudimos hacerlo.
     Todos nosotros pasamos por la carrera de Letras de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la UNLP. Algunos tuvimos pasajes fugaces y otros definitivos, pero creo que nos marcó a todos cierto rigor en las lecturas, en los modos de leer y en el sistema con que organizábamos el conocimiento. Lautaro, por ejemplo, se centraba en lecturas clave de la literatura contemporánea. Pero su atención en la gran tradición del poema y la novela contemporáneos. Pablo era bastante asistemático, pero muy rico y exquisito en sus gustos. Yo, por mi parte, cómodamente apoltronado en los aposentos de la carrera de Letras en la Facultad de Humanidades, era una suerte de Doctor Jekyll y Mr. Hyde. Por las noches leía autores y mamotretos ignotos, manjares que me pasaban los muchachos. A los que jamás hubiera accedido si no hubiera sido por ellos. La vida diurna, en cambio, suponía las lecturas obligatorias de las asignaturas de la Universidad y la luz diáfana de los ventanales. Un por con ojeras, un poco con nostalgia, las clases por supuesto no tenían el vértigo de nuestras excursiones nocturnas.
     Solía haber intercambio de figuritas en los cuales nos dábamos a conocer unos a otros nuevos descubrimientos que luego circulaban como salvoconducto o contraseña.
     Hay dos escenas, que arranco del pasado, retenidas, y las reproduzco, con la pátina sepia propia de toda evocación. La primera: Pablo entra como una tromba en el buffet de la Facultad con una carpeta y la arroja sobre una mesa. Es, aclara, una monografía sobre Borges. Se la acaba de entregar, aprobada, el Profesor Jorge Panesi, una eminencia cuya materia (Teoría de la Crítica) se supone uno debería cursar en tercer año. Pues Pablo la había cursado y aprobado en primero. “Las clases de Panesi son un deleite”, solía decirnos. La otra escena, que regresa, es con Nicolás. Estamos cursando Literatura Inglesa en la Facultad, siempre por la mañana. Con aprensión, con antipatía o quizás con recelo, diría yo, nos medimos. Un día lo invito a tomar un café y me pregunta qué poetas me gustan. “Raúl González Tuñón”, pronuncio yo como un conjuro. De ahí en más hubo más complicidad que encono. De esa materia puedo recordar una novela policial de Muriel Spark y algunas tragedias de Shakespeare, sobre sobre The Tempest, que fuera su legado.
     Lo más relevante, a mi juicio, del grupo, fue que, al estilo de la revista Prisma de Buenos Aires en los años treinta, pegábamos en calle siete nuestros poemas en afiches con engrudo. Esas pegatinas tenían lugar por la madrugada, o en la alta noche, y no era impensable que un patrullero se acercara para desentrañar el enigma de nuestras prácticas clandestinas.
     Esos poemas revestían, para decirlo con palabras importantes, intervenciones públicas en el espacio urbano. Uno o más de nosotros viajaba a una localidad del Gran Buenos Aires para retirar los afiches impresos con los poemas previamente encargados y los traía en tren, solo o acompañado. También solos o acompañados hacíamos las pegatinas, a las que a veces se sumaban amigos o amigas.
     Era curiosa la devolución que al día siguiente recibíamos de la gente cercana o de algún extraño que se quedaba asistiendo a ese espectáculo supongo que algo enigmático, del orden de lo misterioso, en la vía pública. Impávidos u hostiles, imagino esas lecturas que desconcertaban a muchos y, quizás, permanecían indiferentes a los ojos de otros. Pero me gusta pensar que algún peatón cierta vez fue  lector y ese verso fugaz le dio algo de felicidad.
     Después había una serie de salidas, reuniones en las casas particulares. Algunos de nosotros, como era mi caso, vivía con mis viejos, que además me mantenían, y que, cómplicemente asistían (asentían) a estas aventuras como desinteresados mecenas. Algunos de nosotros teníamos novia o las tuvimos poco después, otros  salían con varias chicas enamoradas de los poemas y algunos poemas eran declaraciones de amor a alguna mujer en particular a la que se deseaba conquistar. De hecho en algunos casos ese esfuerzo se vio coronado por el éxito y dio por resultado fulminantes romances. Proseguidos como un rapto en algún viaje romántico a Uruguay.
     Poesía Turkestán involucraba otras prácticas. Apariciones en radios, entrevistas en la TV, recitales de poesía en bares, participaciones en algún evento cultural. Recuerdo, algo risueñamente, una entrevista en la que me vi envuelto de modo casi insospechado en Radio Provincia de La Plata con Mauro Viale disertando sobre la gauchesca. Hablaba de las teorías e hipótesis críticas de Josefina Ludmer sobre la gauchesca argentina. Díganme, ¿no es un episodio surrealista? Creo que André Breton lo hubiera aprobado.
     Leíamos con pasión los manifiestos porque pensábamos que allí se cifraba, evidentemente, algo de lo que nosotros hacíamos. Pero jamás hubiéramos pensado en escribir ni un decálogo como Horacio Quiroga ni una preceptiva a lo Boileau. Lo nuestro era la diversidad de poéticas y políticas. No nos sentíamos precursores, pero sí sentíamos que había que agitar las tranquilas siestas platenses con algunos nuevos aires. Cada uno, de modo incipiente, comenzó a construir su propia poética.
      Nuestro trabajo concitó el interés de otros poetas. Puedo recordar por ejemplo la presencia de Néstor Mux, uno de los grandes, en uno de nuestros recitales de poesía, de pie, escuchándonos con atención mientras leíamos a través de los micrófonos. Después, el hermano de Lautaro con uno o dos  amigos daba un recital de guitarra en el mismo bar y eso se coronaba con alguna copa.
     Precisamente en ocasión de uno de los recitales en bares, creo que en uno de los  últimos, conseguimos que una negra viniera a bailar. Como el bar quedaba en el centro, muy cerca de la casa de mis viejos, le  conté a papá de la experiencia. Le pregunté si se le ocurría algún poeta para acompañar la coreografía. Pensaba yo en Nicolás Guillén quizás. Pero él, casi sin dudarlo, fue derecho al estante de la biblioteca en la que había un libro de Pales Matos. Había sones allí, había sonidos y había  movimiento. Lo fónico se articulaba con la mímica. Era la química exacta para esa parte más sensual del recital.
      De los cuatro del grupo yo era el más tímido y el que, de alguna manera, se había sumado a un trío legendario que ya existía. Que daba serenatas a mujeres que deseaban enamorar y que se dedicaban a otras correrías. Que tenía sus propios códigos. De manera que sin quedar excluido sí me sentía por momentos fuera de ciertas complicidades de ese triángulo, esas que sólo brinda una amistad honda y plagada de experiencias en común.
     Una vez fuimos a hacer una pegatina a la calle Corrientes en Buenos Aires. El episodio quedó registrado en el diario Clarín, con uno de los poemas transcripto en el suplemente cultural y una alusión a la experiencia. Creo que tenía un valor verdaderamente político porque era una iniciativa que no provenía de la gran ciudad, sino de otra, “periférica” (comillas, comillas, comillas). Eso forma parte de otro capítulo de nuestras políticas culturales, que debería ser seriamente revisado.
     Recuerdo largas veladas en las casas de cada uno. En ocasiones conversando con nuestros hermanos. Otras simplemente bebiendo algo, un trago de whisky, yendo a alguna fiesta, fumando, saliendo con alguna chica. Otras quedándonos a dormir en la casa del otro.
     El efecto romántico de los poemas era súbito y no fallaba. Hubo romances fulminantes y otros, como en mi caso, un largo noviazgo que desembocó en matrimonio con una hija que ahora tiene doce años y ulterior divorcio.
     A nuestros recitales de poesía en los bares en ocasiones Lautaro invitaba a poetas de Buenos Aires, como a Eugenio Mandrini, que a su vez nos traían sus libros y recitaban sus propios textos. Yo por ese entonces ni pensaba en publicar un libro. Tenía poemas sueltos escritos a máquina eléctrica, algunos cuentos, textos redactados a vuelo de pluma. Escribía, eso sí, algunas notas para el diario El Día, que Gabriel Báñez tenía la gentileza de hacer circular. Siempre experimenté la intensidad del cuento: me siento más cuentista que poeta. En la poesía me presiento un intruso. Mis libros llegaron hacia el 2000 y mi vida siguió un camino más ligado a la vida universitaria. Siempre añoré y añoraré, por cierto, esas trasnochadas pegando poemas. Nada se compara a esos desvelos. Eso es la poesía. Ver un poema pegado en medio de la calle es una experiencia sobrecogedora. Algo perturbadora, por qué no decirlo. También ahora viene a mi mente una noche de insomnio en lo de mis viejos, leyendo deslumbrado El amante del volcán de Susan Sontag, tomando mate, muy muy tarde, aguardando inquieto la incursión a salir de pegatina.
     Poesía Turkestán no pretendió ser una vanguardia, ni fundar escuela, ni ser un grupo de elegidos. De hecho muchos se reían de nosotros y hasta nos ridiculizaron, con particular ensañamiento algunos personajes de la Facultad de Bellas Artes. Ni menos aún de jovencitos irresponsables y malcriados, petardistas e improvisados, con ansias de notoriedad. Había un profundo y genuino amor por la poesía y por el arte en general. Había una fuerte sensación de pertenencia y cohesión, creo que también de admiración y vocación, y eso nos mantuvo unidos el tiempo que nos tocó convivir y crear.
     Lautaro había publicado un libro, A estas horas y en este día,  bello libro premiado y promovido por el gran poeta, mentor y periodista berissense que ahora escribe en los matutinos porteños Esteban Peicovich y que vivió largas temporadas en Europa. Nicolás Maldonado, que había adoptado por seudónimo el de Nicolás Zafra, publicó su libro El diablo en el maizal, en edición de autor. Un libro íntimo, entrañable e inquietante, ya desde su título. Un libro sobre el descubrimiento del amor y de la fidelidad de la amistad. Rondábamos los veintitrés, veinticinco años. Es una edad hermosa para ser poeta porque uno se siente invencible.
     Ahora que Pablo Ohde se nos ha muerto como del rayo a los cuarenta años, con una hija, algunos libros publicados y una editorial que, por ejemplo, publicó la obra completa de Edgar Bayley, un libro de Juan Bautista Duizeide y un libro de poesía de Emilio Pernas (no necesariamente en ese orden) me pareció una buena idea recobrar algo de esa vida breve, como quiere Onetti, de nuestra primera juventud. Por mi parte,  no he vuelto a ver a ninguno de ellos pero sí a leerlos. Sé que algunos están casados con hijos y que otros son periodistas en diarios importantes. Me alegro que algo de ese espíritu que alentó a Poesía Turkestán, siempre bajo el hálito de Raúl González Tuñón, nos mantenga distantes pero prosperando, en estado de producción, en estado de alerta o suscitación, en estado de juego y de amor por las palabras. Porque Turkestán, pese al paso de casi veinte años, sigue siendo, como decía nuestro imprescindible, entrañable Tuñón, una bonita palabra.
 

 

Adrián Ferrero

Adrián Ferrero

Adrián Ferrero es escritor. Nació en La Plata en 1970. Es Doctor en Letras por la UNLP. Cuentos suyos se han publicado en el país, en México y en EEUU, tanto en español como en traducción al inglés. Fue integrante de Poesía Turkestán junto a Pablo Ohde, Nicolás Maldonado y Lautaro Ortiz, un grupo dedicado a la difusión de la poesía en ámbitos no convencionales durante la década de los noventa en la ciudad de La Plata.