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Luis Benítez
/ La búsqueda solitaria de César Cantoni

Felizmente distante de varias de las supersticiones de nuestro tiempo, César Cantoni eligió, desde su inicial Confluencias, editado en 1978, no escribir como un período de la poesía argentina, sino como un poeta.

Esta elección obliga a realizar una acción menos cómoda que firmar manifiestos, abominar de las trincheras estéticas anteriores y pontificar respecto de las presentes condiciones del género; en resumen, acatar las formalidades contractuales de esas sociedades de socorros mutuos que son las capillas literarias, consolidadas por la necesidad urgente de una doméstica y precaria notoriedad.

César Cantoni eligió el camino que se descubre a sí mismo y, en sí mismo, encuentra el rumbo exacto de su recorrido. Es más difícil, desde luego, pero es lo mínimo que se le puede exigir a un poeta y también, lo primero que éste se impone cuando reconoce que ésa es su condición singularísima.

Esta elección, por una parte, ha mantenido su obra alejada de figurar en las amistosas y convenientes antologías perpetradas por las cofradías poéticas de tanto en tanto y su nombre ha sido ignorado por las sectas editoras de revistas y otros medios de propaganda. El reverso de la medalla es que ha consolidado en igual período una obra quizá breve, pero tan propia, que es fácilmente reconocible para el lector y definitivamente figura entre los autores argentinos con posibilidades de sobrevivir a la época en que fueron escritos sus versos.

Desde que Cantoni inició su escritura, distintos recetarios se presentaron como los adecuados para el tratamiento de la cuestión poética; sin embargo, los atravesó detrás de su propia palabra, llegando a partir de Los días habitados (1982) a dominar tempranamente –se trata de su segunda entrega poética– los núcleos de sentido y el instrumental expresivo adecuado para las dimensiones de los significados que abarca su imago mundi particular.

Hoy nos sorprende y asombra esta búsqueda solitaria de la poética personal no menos que sus resultados, tal vez porque 200 años de romanticismo y sus derivados nos han acostumbrado a las bandas de autores; sin embargo, sigue siendo una marca característica de los poetas el tener una dimensión mayor, incluso cuando en algún momento de su trayectoria han adscripto o hasta fundado ellos mismos movimientos literarios: Ezra Pound es hoy más grande que el imaginismo. Por otro lado y en nuestro mismo contexto, ¿dónde ubicar a Juan Laurentino Ortiz, a Jorge Luis Borges, a Oliverio Girondo, por hacer breve la cita?

En el caso de César Cantoni, la edificación de esta obra tan personal ha tenido dos pilares bien reconocibles. El uno, ese estilo depurado, pulido hasta llegar a la médula más íntima y expresiva de cada verso, que le es tan característico. El poeta puede aludir y eludir –los dos métodos por excelencia de la poesía– las tópicas tratadas, sin necesidad de acudir a los chisporroteos de la ambigua metáfora ni apelar a la escenografía de un clima buscado. Su elección es la palabra más bien desnuda, directa, a la que hace recuperar su efectividad natural. Al leer a Cantoni, las viejas y usadas palabras castellanas parecen renovadas, más vigorosas, más significantes que cuando están insertas en otros discursos. La plasticidad de nuestra lengua es grande y Cantoni lo sabe y saca el mejor partido de esta singularidad que data de mil años pero que se ha gastado con el uso. Desde luego, no es esto un milagro, una forma escrita de la necromancia; se trata de algo que supera la mera destreza escritural. Es el testimonio de lo que se ha dado en llamar la inteligencia poética, la comprensión emotiva e intelectual del valor y las capacidades de la palabra escrita para referirse a sentidos que, paradójicamente, suelen encontrarse más allá de los límites mismos del lenguaje, tal la cantera de donde saca su piedra viva la poesía.

En Cantoni esta capacidad –que nada tiene que ver con el reduccionismo que practican otros en pro de lo mismo y todo con la creación constante, palabra tras palabra– se desarrolla prácticamente sin altibajo alguno en los volúmenes posteriores a los ya nombrados.

Hoy, en la poesía argentina, no sé si hay veinte nombres capaces de hacer algo semejante; sí estoy seguro de que Cantoni es uno de ellos.

Desde luego, este solo mérito no alcanza para consolidar una obra, ya que pese a lo que se ha dicho erróneamente antes, respecto de que “la poesía es forma, forma, forma” ello no es así; se trata de la feliz conjunción de estas virtudes idiomáticas con la proyección de un mundo propio, de una “épica artificial”, esto es, de una obra emprendida por un hombre, su creador, independientemente de la gestada por el devenir de los sucesos propios del resto de la humanidad. Un mundo virtual que exhiba y demuestre poseer una complejidad semejante a la del denominado “real”, tal la ambición de la obra de creación literaria en su máxima expresión, la medida única, por otra parte.

De Cantoni decimos que los esmeros de su pluma no empañan la precisión de sus versos para referirse a su complejo universo poético, que contiene básicamente todos los componentes del nuestro. Desde la desesperanza hasta la contemplación de lo absurdo de un tiempo-espacio que puede no tener otro sentido que el que deseemos darle. Desde la conciencia de la fragilidad y la cortedad de la vida humana, hasta el deslumbramiento y la maravilla, aterradores a veces, que produce la frecuentación de los cuatro temas eternos de la poesía: el amor, la vida, el tiempo y la muerte.

La certidumbre y la duda; el convencimiento y el error, el desvelo y la lucidez, plasmados en versos despojados, de donde ha huido aparentemente el autor, su presencia individual, para convertirse el poema en la voz de un “nosotros” y el poeta en “el cantor de la tribu”, como –no sin algún tono de exotismo– lo definiera Alberto Girri.

La lectura de la poesía de Cantoni exige minuciosidad y una extrema atención; aunque se impone por sí sola sobre el ánimo del lector y lo ingresa a su mundo con facilidad, es necesario leer con cuidado pues nos puede ganar el entusiasmo de avanzar sin haber terminado de incorporar todo el prisma de significados que contiene la línea anterior. Como la poesía genuina –la única que existe– tiene en Cantoni un fiel representante, huelgan otras palabras para referirse a su obra, recordando aquel verso de William Shakespeare, en el Sonnet CI, cuando afirma: “La verdad no precisa de color que se una a su color”.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Luis Benítez

Luis Benítez

Nació en Buenos Aires el 10 de noviembre de 1956. Ha recibido numerosos reconocimientos nacionales e internacionales por su obra poética y narrativa. Sus 36 libros de poesía, ensayo, novela y teatro han sido publicados en Argentina, Chile, España, Estados Unidos, Italia, México, Suecia, Venezuela y Uruguay. Ultimos libros publicados: “Bering och Andra Dikter” (trad. por Maria Nääs, Ed. Siesta Förlag,  Suecia, 2012); “La Sera dell’Elefante e Altre Poesie” (trad. por Emilio Coco, Ed. Sentieri Meridiani Edizioni, Italia, 2012) y “A Heron in Buenos Aires. Selected Poems” (antología poética compilada y traducida por el poeta estadounidense Cooper Renner. Ed. Ravenna Press, Washington, EE.UU., 2011).