Tuerto Rey - Poesía y alrededores

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Martín Goyeneche
/ Cartulina del Bosque/fragmento

Cartulina del Bosque/fragmento

 

a Julia y Antonio

 

1

 

Había una vez el Rumiporá.

Un país cuyo verdadero nombre debería ser Bosque, porque su historia ha sido escrita con sangre entre la hierba y viento que la izaba entre las hojas.

La historia del Rumiporá es la historia de su Bosque. Un Bosque enrevesado y absoluto, a cuya sombra nacieron los frutos y los hombres que buscaban los frutos. Un Bosque inabarcable que durante la noche deliberaba con los pájaros y a través del día se comportaba como un vasto animal verde y perfumado que abrazaba las casas y besaba la ropa lavada en el río, que empujaba las bicicletas de los niños y agitaba las banderas, que fecundaba los sueños de las muchachas y se escondía en las ventanas de los cuentos.

Pero existió una vez un presidente que no veía la vida del Bosque. Veía madera, celulosa y cartón; veía palacios increíbles sobre la tierra desierta; veía extensos campos de golf donde perder la tarde.

Uno de esos palacios estaba en construcción. Decenas de albañiles dejaban su vida entre ladrillos y maltratos. Eran muy buenos en lo suyo: podían hacer una casa digna en un mes o dos, con paredes firmes y techos perfectos. Pero en el Gran Palacio no eran felices: los patrones los insultaban, las topadoras se comían la sombra, el sueldo era miserable. Lo único que disfrutaban era la presencia de Calostro, el albañil más trabajador de todos. Lo querían muchísimo, pero no por su responsabilidad ni sus cuentos ni su buen humor (era más bien callado y serio) si no por su ridiculez. Calostro era asombrosamente flaco y su figura era motivo de infinitas bromas y leyendas. Sus compañeros no se cansaban de reír. Él no se ofendía nunca. Por un lado porque no le faltaban el respeto, (los chistes eran ingeniosos y bien intencionados); por otro, porque su cuerpo era verdaderamente increíble: podía cruzarse de brazos dos veces y rascarse cualquier lugar de la espalda pasando ambas manos entre las piernas, como si fuera de alambre. Por todo esto lo querían tanto. Su gracia era lo único que los llevaba a trabajar un día tras otro. Y Calostro lo sabía. Hasta sentía un poco de orgullo por eso. Y en agradecimiento a sus agobiados compañeros, se encargaba siempre de buscar la leña para el almuerzo. Subía a su bicicleta negra y se largaba al Bosque.

Era su momento de libertad: saludaba a cada uno de los árboles por sus nombres, los felicitaba si tenían hijuelos a los pies, les quitaba los claveles del aire, les pedía permiso para llevarse las ramas caídas.

Así empieza esta historia, un mediodía en bicicleta por el Bosque.

- Cuando volvás, pegá el grito che Calostro, a ver si te confundimos con una ramita. –Le gritaron los amigos.

Calostro saludó mientras comenzaba a pedalear y se metió entre los árboles.

Primero el viejo Roble, luego los Álamos desnudos y el hermoso Sauce. Calostro saludaba a todos. Iba feliz, pero bajó la vista y se sorprendió: entre la hierba no había ni una sola rama caída. Qué extraño: el mediodía anterior estaba lleno. Comenzaba el invierno, además. El invierno en el Bosque es quebradizo y seco.

- Alguien las habrá juntado. –Pensó. Y se metió más adentro.

Saludó a los Pinos, cuyas narices indican siempre el Sur, y a la Magnolia fresca, de flores como jazmines gigantes, pero no encontró ni una sola rama tirada. Apoyó la bicicleta en un tronco rojizo y bajó con su machete.

- Tendré que subirme y cortar algo. –Dijo.

Ahí no más levantó la cabeza y se quedó duro.

- ¿Qué hace este árbol acá?

Sobre su delgada figura se extendía un Árbol Rojizo que jamás había visto. Era muy alto y de poderosas ramas. Su copa era amplia como la del Roble, pero su madera era roja y dura, como la del Quebracho. Calostro se alejó un poco para verlo bien.

- ¿Qué árbol es este?, ¿cómo es posible que nunca lo haya visto?

No tenía ni una sola hoja. No podía saber cómo eran, porque tampoco había ninguna en el suelo.

- Cosa rara. –Pensó

Puso el pie en el asiento de su bicicleta, se colgó de una rama y subió con el machete.

- Permiso. –Dijo. Y trepó.

 

El trepado de árboles debería ser deporte nacional de los pueblos dignos. Pocas cosas revelan al mismo tiempo la grandeza humana y su minuciosa pequeñez. Pocas cosas permiten ver el mundo desde lejos y sentirse a la vez dentro de él, como un brotecito o un pájaro.

Las primeras ramas eran demasiado gruesas. Trepó más. Trepó hasta casi lo más alto. Observó la infatigable cabellera del Bosque. No había árboles tan altos como este. Allá lejos estaba el palacio en construcción. Las leyes de la luz le mostraron una casita de cartón llena de hormigas fervientes.

Calostro enroscó sus piernas en una horqueta y alzó el machete. Pero algo lo detuvo,  algo rojo y grande como una calabaza.

- Esto no puede ser.

            Era un fruto rojo a medio metro de sus manos. Vio que estaba maduro. Lo arrancó y lo observó de cerca. Olía como la zarzamora, con algo de durazno o pera, no estaba seguro. Al tacto no era duro ni blando.

            - Si fuera un melón, estaría justito para comer. –Pensó.

            Comer, lo que se dice comer, Calostro comía de todo: frutas, fideos, granos, carne al mediodía. Pero trabajaba tanto que no podía engordar ni medio kilo y tenía hambre todo el tiempo. Dejó caer el machete y bajó.

            A los pies del Árbol que jamás había visto, abrió el fruto con sus manos. Y adentro, ¡Oh, Corazón Sagrado del Bosque!, ¡Oh, Certera Pedrada en el Lago del Tiempo!, adentro, como si fuera la semilla, encontró un diamante, un diamante luminoso como el sol. Tenía el tamaño de un puño y brillaba tanto que cerró los ojos para verlo. La imagen que veía no era una marca de haber mirado luz. No. Esa luz que el diamante despedía era tan poderosa que atravesaba los párpados. Calostro miró así, como soñando, la impecable arquitectura de la gema. Le limpió con la remera el resto de pulpa y lo pasó de una a otra mano.

            - Debe pesar como cinco kilos. –Dijo. Y se sentó en la hierba sin abrir los ojos.

            Muchas preguntas invadieron su cabeza. Eran preguntas que iban y venían al infinito sin detenerse.

¿Qué hacía ese árbol ahí?

¿Por qué no había ramas en el suelo?

¿Cómo pudo semejante fruto estar maduro en pleno invierno?

Eran preguntas realmente difíciles de contestar. Pero la peor de todas, la pregunta que cambiaría su cuerpo y su vida para siempre, fue:

            - ¿Cómo llegó el diamante aquí?

 

 

 

 

 

Martín Goyeneche

Martín Goyeneche

Cartulina del Bosque/ Martín Goyeneche (Parque Moebius, 2012)

Novela poética de acción, que transcurre en un bosque-país, conducido por un presidente albañil, una niña de papel, un gato vice que tiene  todo un pueblo detrás. La batalla será contra  fuerzas de todos los lugares y tiempos. Metáfora de nuestras luces y sombras no es difícil reconocer hechos y pensamientos anclados en nuestro pasado reciente.

Martín Goyeneche es maestro, narrador oral, creador y conductor de programas de radio. Es también poeta, cuentista y guionista de muñecos y actores.
http://laescueladenadie.wordpress.com/

Parque Moebius es una nueva editorial platense que aparece en 2012 con cuatro títulos.  Según sus ideólogos, “es un emprendimiento que busca autosustentarse para seguir editando nuevos textos”. No cobra por publicar. Las tiradas reducidas se distribuyen en ferias y encuentros. También por correo, sin costo extra.

Para informes:
http://www.editorialparquemoebius.blogspot.com.ar/
y al mail parquemoebius@gmail.com