Tuerto Rey - Poesía y alrededores

poesía, magia y alrededores /
de la literatura universal

Ricardo Sosa
/ Juegos nocturnos

 


  Hay un niño jugando en la calle.
  Es una calle con una pendiente tal, que si alguien se tomara el trabajo de subirla, podría tener una vista maravillosa del valle, donde un río casi invisible surca las profundidades.
  Como sucede casi a diario a esa hora del atardecer, el niño juega, solitario, mezclando los personajes de su fantasía con las absurdas reglas de quién sabe qué juego. Hoy, por alguna de sus razones, se ha alejado un poco más de su casa.
  Hacia el oeste las últimas luces del sol permiten ver una cruz en la cima de una montaña, la presencia material de la fe en un lugar ajeno a divinidades. O a propósito de ellas. Pero esa es otra historia. Ahora la cruz es una montaña.
  En un momento el niño le prestó atención a la música que suena: su padre le ha dicho que el autor de esa música es Gustav Mahler, que es la sinfonía número cinco, que le gustaba mucho a la mamá del pequeño. Disfruta, como solo suelen hacerlo los niños, de esos sonidos hermosos, que mezclados con los ruidos habituales de la ciudad, le producen un efecto muy especial.
  Es un cálido atardecer de verano y los transeúntes en sus nuevos vehículos deben estar ocupando todas las mesas en los lugares para cenar de que dispone esta ciudad en esta época del año. La calle está desierta y tenuemente ha comenzado a funcionar la iluminación eléctrica.
Parece que los habitantes de las casas vecinas también se han ido, porque sólo las luces de los patios y jardines están encendidas, para que al regreso puedan ver bien la entrada y no sorprenderse con la presencia de algún sapo u otro habitante nocturno que está en la búsqueda de su alimento. O de los gatos, que le han dado fama al lugar por su omnipresencia.
  El niño se ha dado cuenta que en esa calle que desciende levemente hacia el centro de la ciudad, las casas son imponentes. A diferencia de la modesta construcción de la de su padre (donde sigue sonando Mahler, aunque ahora lo oye sólo en los fortissimo de la orquesta), estas tienen dos plantas, sus enredaderas se han mimetizado con los frentes y los árboles enmarcan cada sendero y cada pared. Gruesas paredes, como las construyeron los inmigrantes que fundaron la ciudad. Las nubes ocasionalmente dejan filtrar la luz de una hermosa luna y la brisa le da algunos escalofríos al niño, que viste una simple remera y un pantalón corto. Está descalzo.
  La noche reluce y lo que antes eran calles previsibles hoy son escenarios que muestran un espectáculo increíble, deslumbrante, aún para sus ojos que conviven con lo indeterminado. Cada sombra es una forma cambiante que se mueve al compás de la brisa insistente. Unas nubes furtivas cambian el cielo nocturno, mezclándose en un juego interminable con lo que sucede acá abajo.
  Si quisiéramos adentrarnos, o si el niño quisiera explorar las calles que aún no han sido pavimentadas, podría acceder a nuevos descubrimientos que pondrían a prueba su capacidad de asombro. Hormigas amarillas, escarabajos silbadores, saltamontes, lechuzas enormes, búhos ciegos, pequeños reptiles que existían antes de la ciudad y que seguirán viviendo allí cuando los hombres se vayan. Aves increíbles, plantas con flores que resplandecen cuando ya es de noche.
  ¿Quién fue el ingeniero que diseñó los canales que surcan la ciudad? Utilizando el agua del río, ha podido abastecer el riego de los sembradíos. Cuando el niño vio una foto satelital de esos canales, quedó extasiado. Durante el día los habitantes casi no se dan cuenta de su existencia. Pero de noche su caudal de agua aumenta y el sonido que se escucha al atravesar los puentes es embriagador.
  Ahora todas las calles por donde el niño se deja llevar están solitarias. No hay Mahler, sólo la voz de las estrellas.
  Sí, la ha reconocido, es esa construcción, la única con una torre similar a las que, dicen, se erguían en los castillos medievales. Un pequeño castillo en un terreno vacío de toda vegetación. Sin sombras que lo empequeñezcan. Lugares donde todo es bien visible. ¿Habrá alguien allí?
  El niño no se sorprende cuando llega al lago. El mismo lago del que alguien una vez le contó una historia aterradora. La única historia que se sabía de memoria. Ahora el agua es un líquido viscoso que tiñe las costas de oscuridad. La luna se ha ocultado. Es hora de regresar.
  El pequeño tiene frío, tirita, tiene hambre también. No fueron de su agrado las sombras en el lago, más bien sintió que un leve vértigo se apoderaba de él apenas vio las aguas quietas. ¿Se ha quedado sordo? ¿la música? ¿el viento? ¿voces? ¿por qué no hay nadie?
  En medio de una calle que desconoce están los restos de un libro sin tapas. Sus reflejos no ceden, lo levanta y lee aprovechando un atisbo de luna: “El águila, el cuervo, el pelícano inmortal, el ánade salvaje, la grulla viajera, despiertos y tiritando de frío, me verán pasar a la luz de los relámpagos, terrible fantasma satisfecho. Ellos no sabrán lo que eso significa. En tierra, la vívora, el abultado ojo de sapo, el tigre, el elefante; en la mar, la ballena, el tiburón, el pez martillo, la deforme raya, los dientes de la foca polar, se preguntarán qué es lo que significa esta anulación de las leyes naturales. El hombre, temblando, posará, entre gemidos, su frente sobre el polvo.”
  No entiende, no entiende, nunca entenderá nada.
Corre, ¿sabe que está gritando? Hay oídos, no hay oídos, nadie habla, nadie hay, sus piernas no son más veloces que el pensamiento, ojalá fueran más veloces que el tiempo... la naturaleza gira subvirtiendo el espacio, llenando espacios con luces enceguecedoras...
  Un olor nauseabundo le intoxica los pulmones porque recién hoy, en este momento de confusión, sabe dónde está el lugar donde diariamente cientos de máquinas depositan la basura de la ciudad. Pero el niño no ve nada.
  ¿Dónde está el niño? ¿dónde cree que está? No lo sabe, porque los tentáculos del miedo le hieren la carne, le torturan el cuello, las sienes, le desnudan sus sentidos.
  Ahora la ve: las casas de su vecindario, las casas de su infancia, la casa de su padre, las risas y las voces.
  El niño tropieza una última vez antes de alcanzar el umbral que lo sitúa frente a la puerta de la única casa que quería ver.
  Respira, o cree respirar entre gemidos.
  Escucha voces que ahora se da cuenta que no existen, como la música.
  No dejes de respirar, no dejes de respirar, te hará bien. Lo logra, silencio. Estrellas que vuelven a la luz.
  Cae sobre la puerta cerrada. Golpea con su cuerpo, con sus brazos entumecidos. Un último respiro. Nadie le abrirá. No hay nadie. Nunca lo hubo.

 

Ricardo Sosa

Ricardo Sosa

"Nací en 1959 en Buenos Aires. Soy Psicólogo y estudié Filosofía, ambas en la UBA. Conozco los laberintos del griego, latín, alemán, francés e inglés pero el castellano me sale muy naturalmente. También estudié guitarra clásica. Estoy convencido que ciertos creadores de la Literatura, las Artes Plásticas, la Música, el Cine, el Teatro hacen que el mundo sea mucho mejor de lo que es, pero pocos me creen. Escribo poesía, cuento breve y estoy preparando una novela cuyos protagonistas son niños para que la lean otros niños y quizás, algún adulto". Ricardo Sosa.

Imagen: Ricardo según Agustín, su paciente de 5 años.
Sitio personal: http://licricardososa.wordpress.com/