Tuerto Rey - Poesía y alrededores

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Horacio Castillo
/ Poemas, textos

Tuerto Rey

 

Esta mosca que desova en el pantano
y vuela de mejilla en mejilla, de párpado en párpado,
ha traído la peste a nuestros ojos: ya no vemos
las nubes sobre los techos de la aldea,
la sombra de la garza remontando la corriente.
Pero al atardecer, cuando bajamos a la orilla del río
y el tuerto coronado de oro repite su relato,
descubrimos a través de su boca grandes señales en el cielo,
sangre de su ojo que sueña por la tribu.

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Visita al maestro
(poema de su libro Alaska)

 

Llueve sobre colinas y jardines.
Allí, junto a la  ventana, está el fuego.
Hablar o callar ¿qué es lo mejor?
Preguntar o responder ¿qué es lo peor?
Llueve sobre colinas y jardines
el agua salmodia en la penumbra.
¿También el callar es un hablar?
¿También el hablar es un callar?
Llueve sobre colinas y jardines.
Un caballo negro viene como volando.
¿La respuesta es entonces la pregunta?
¿La pregunta es entonces la respuesta?
Llueve sobre colinas y jardines.
El silencio del cuarto es el silencio del mundo.

 

La voz de lo absoluto

 

¿De cuántas maneras debería preguntarse aquello que sólo se vislumbra en el silencio? ¿Cuál es la construcción posible que nos hace menos ajenos a la incertidumbre que habita en los otros y en nosotros mismos? Exiliado en esa especie de “pregunta preñada de preguntas”1, el  corazón del poeta se entenebrece, duda, y en el centro de una mudez que poco entiende de resplandecientes soles, interroga al enigma ensordecedor del Universo.

Como un peregrino, como un buscador “en medio del camino de la vida”2 percibe indicios en lo perdurable de la naturaleza, ahí, en esa primaria seguridad es donde se sostiene cierta certeza, aún cuando esa certeza viene a galope de negros caballos alados.

El misterio, privilegio de lo sobrehumano, abunda en el silencio. El fuego, cálidamente instalado en un adentro, no deviene ni palabra ni instante creativo: llueve sobre colinas y jardines abandonados a la desnudez de un mundo enmudecido. La palabra no es dada. En el cuarto el silencio. Silencio  que retumba en la soledad del Ser. Ser,  que en su anhelo de comprensión pareciera no recordar que “todas las divinidades residen en el corazón humano”3.

Quizá debería inferirse también, elípticamente, que el maestro, en este juego de imágenes espejadas, en este correlato de realidades reflejándose unas en otras, “agotado todo lo que la palabra puede expresar”4, haga del silencio el lenguaje esencial y de cuanto calla, la voz más tersa de lo absoluto.

1 Edmond Jabés
2 Dante Alighieri
3 William Blake
4 Sung Chih-Wen

Nota:
Texto escrito por Sandra Cornejo para el cuaderno dedicado a Horacio Castillo, en http://www.abacq.org/cuaderno/index.php?Horacio-castillo-mitografias


 


Algunos poemas

 

(Selección de su libro Por un poco más de luz Obra poética 1974-2005,
Colección Vital, Editorial Brujas, Córdoba, 2005.)
 



Hice un hoyo



Hice un hoyo en la tierra
y lloré dentro de él; lloré de bruces,
hasta que el llanto llegó al fondo,
hasta que todo se anegó,
hasta que brotó de la profundidad
un tallo que nadie hubo tocado.
 


Para ser recitado en la barca de Caronte



El paisaje es más hermoso de lo que habíamos imaginado:
estas murallas que caen a pico sobre nosotros,
aquel sol negro descendiendo sobre la laguna,
allá, a estribor, un arco iris que refracta la niebla.
Pero esta moneda de hierro entre los dientes,
este óbolo que debemos morder hasta el término del viaje,
cierra la boca que desea cantar.
Cantar para estas almas tristes sentadas en el banco,
mientras el cómitre marca con el látigo el compás,
mientras ordena remar sin interrupción,
cada vez más fuerte, cada vez más rápido, más lejos de la luz.


 

Croar del alma



Cuando mi alma, como una rana, salte a la nada,
la oirán croar, croar toda la noche,
croar arriba y abajo, al este y al oeste,
hasta que el ojo monótono de la luna llore en los pantanos,
hasta que cese el espanto y empiece la eternidad.

 


Dice Eurídice



La ansiedad me dominó, y luego la inquietud, cuando supe que venías:
horror de que me vieras así, con este tocado de sombra,
el pelo sin brillo -el pelo, que el sol no se cansaba de dorar.
Terror también de que no fueras el mismo -el que permanecía en mi memoria-
y al mismo tiempo curiosidad por ver de nuevo un ser vivo.
Hace tanto que nadie venía por aquí,
tanto que nadie se llevaba un alma o un perro,
que cuando oí tus pasos y tu voz llamándome,
cuando por fin te estreché, más que a ti estaba abrazando a la vida.
Después tu calor me condensó, me secó como una vasija,
y caminé por el sombrío corredor
otra vez con aquella máquina atronadora dentro del pecho
y un carbón encendido en medio de las piernas.
Caminé de tu brazo, imaginando ya la luz,
los árboles junto a los cuales caminábamos,
aquella habitación llena de espejos
donde flotábamos como dos ahogados.
Hasta que de pronto tu paso se hizo nervioso,
tu pensamiento se espantó como un caballo,
y vi que tratabas de desprenderte de mí,
de librarte de la trampa de la materia mortal.
"No te vayas -supliqué- no me dejes aquí,
déjame ver de nuevo las nubes y el sol,
suéltame por el mundo como una potranca tracia."
Pero tú ya corrías hacia la salida,
y durante siete días y siete noches oí cómo llorabas,
cómo cantabas en la ribera del río infernal
nuestra vieja canción: "Lo lejano, sólo lo más lejano perdura."

 


Excavaciones

 


Hasta aquí llegó la vida, dices, y tu dedo toca el muro.
Hasta aquí llegó la muerte, dices, y señalas el dintel.
Pero si pones el pie donde estaba el umbral,
si te acercas con la rama de albahaca y un gallo en los brazos,
las sombras vendrán rápidamente a tu encuentro.
Pero si te sientas donde estuvo el umbral,
si cantas con el gallo -con el gallo de la memoria-
todavía puedes recordar, privilegio de los vivos,
todavía puedes olvidar, privilegio de los muertos.
Hasta aquí llegó la vida, dices, y señalas el dintel.
Y ya no sabes si estás del lado de la sombra o del lado de la luz.
Alguien viene a beber sol: extiendes la mano.
Alguien viene a beber sombra: extiendes la mano.
Y cuando el desconocido te pregunta quién eres, no sabes contestar,
cuando le preguntas quién es, no puede contestar.
Canta -pides- pero él no cantará.
Sueña -responde- y tú no entenderás.
Hasta aquí llegó la vida, dices, y tu dedo toca el muro.
Hasta aquí llegó la muerte, dices, y señalas el dintel.
Y cercas la zona con una cuerda de sol, la cercas con fuego.
¿Qué buscas en la zona de sombra? El perro se ahogó,
las gallinas se ahogaron, se ahogaron los gatos y los dioses.
¿Quién te busca en la zona de sombra? El pasto creció,
creció el viento que viene del olvido.
El aire tragó las tímidas palomas.
Y aquellos esbeltos caballos lustrosos.
Recuerda: lo que ahora no recuerdes nunca volverá.
Olvida: lo que ahora no olvides nunca lo olvidarás.
Y pasas de la zona de sombra a la zona de sol.
¿Qué buscas en la zona de sol? No sabes qué buscas,
mirando las ropas tendidas detrás del tiempo,
subiendo escalinatas que sólo llevan al vacío,
abriendo y cerrando puertas que no existen.
Hasta aquí llegó la vida, dices, y tu dedo toca el muro.
Hasta aquí llegó la muerte, dices, y señalas el dintel.
Y sentándote nuevamente donde estuvo el umbral
cierras los brazos, encoges las piernas, te duermes
en la gran matriz del llanto, si todo no fue un sueño.
 



Tren de ganado

 


Somos inocentes, gritábamos desde los trenes.
¿Era de noche o de día? ¿Estábamos vivos o muertos?
Asomados por el tragaluz mirábamos la inmensa llanura.
De pronto un mugido nos traía el recuerdo de Ifigenia
y volviéndonos hacia nuestros hijos los apretábamos contra el pecho.
¿Qué es aquello? El sol. ¿Qué es aquello? Una nube.
Habíamos olvidado el color del mar, el olor de la lluvia.
Los que sabían de estrellas habían olvidado sus nombres
y les dábamos los nombres de nuestros hijos para orientarnos al regreso.
¿Qué es aquello? Un árbol. ¿Qué es aquello? Un río.
Y un canto gregoriano se elevaba a nuestro alrededor,
hablaba por todos los destinados al sacrificio.
Somos inocentes, gritábamos desde los trenes.
¿Era de noche o de día? ¿Estábamos vivos o muertos?
La leche se había agriado en los pechos de las madres,
peinábamos nuestro cabello y se convertía en ceniza.
¿Qué es aquello? Un pájaro. ¿Qué es aquello? Una piedra.
Y bajando la cabeza ocultábamos nuestro rubor,
cortábamos en silencio las uñas de los muertos.
Somos inocentes, gritábamos desde los trenes.
¿Era de noche o de día? ¿Estábamos vivos o muertos?
Bebíamos al atardecer el vino de los ciegos,
soñábamos todavía con un bosque de orquídeas.
¿Qué es aquello? Arena. ¿Qué es aquello? Niebla.
Y la vida escapaba como un murciélago entre las sombras
y nos dormíamos con una inusitada mansedumbre en la mirada.
Después nuestros ojos se volvieron como los ojos de las estatuas,
miramos nuestras manos y había desaparecido la línea de la vida,
y desde la estiba se elevó el ronco yambo
gimiendo por ti, por mí, por todos nuestros compañeros.
Sólo quedaron detrás nuestro líneas etruscas,
cantos de cera navegando hacia el sol,
y a nuestro lado siempre tú, piadoso coro,
tú, alma mía, vaca coronada de nardos y violetas.


 

Horacio Castillo

Horacio Castillo

Foto Constanza Agesta

Horacio Castillo nació en Ensenada, Provincia de Buenos Aires, en 1934. Desde muy joven se radicó en La Plata, ciudad donde falleció el 5 de julio de 2010. Fue poeta, crítico, ensayista, traductor, abogado y miembro de número de la Academia Argentina de Letras y correspondiente de la Real Academia Española. En junio de 2010 se publicó su último libro “Colectánea” en la colección El Milagro Secreto, dirigida por Mario Goloboff en Ediciones al Margen.
Publicó los siguientes libros de poesía: “Descripción” (1971); “Materia acre” (1974); ”Tuerto rey” (1982); “Alaska” (1993); “Los gatos de la Acrópolis” (1998); “Cendra” (2000); “Música de la víctima y otros poemas” (2003) y “Mandala” (2005). Su obra poética fue reunida, además, en varios volúmenes, entre ellos: “La casa del ahorcado/ 1974-1999” (1999) y “Por un poco más de luz/ 1974-2005” (2005).
Como traductor de poesía griega publicó: “Epigramas de Calímaco” (1979); “Poemas de Odysseas Elytis”(1982); “María la Nube de Odysseas Elytis”, en colaboración con Nina Alghelidis (1986); “Romiosini y otros poemas”, de Yannis Ritsos (1988); “Poesía griega moderna” (1997); “Elegías de Oxópetrade Odysseas Elytis”, en colaboración con Nina Anghelidis (1999); “Seis poetas griegos” (2000); “Poesía de Takis Varbitsiotis” (2001) y “Raíces en el tiempo”, de Spiros Vergos (2001). Algunos de sus ensayos publicados son: “Darío y Rojas / Una relación fraternal” (2002), “La luz cicládica y otros temas griegos” (2004) y “Sarmiento poeta” (2007). Entre los premios nacionales recibidos figuran: Premio de la Subsecretaría de Cultura de la Nación (1972); Premio Nacional -Región Buenos Aires- (1978); Primer Premio Fondo Nacional de las Artes por traducción literaria (1988); Premio Konex-Diploma al Mérito (1993) y Premio Municipal de la Municipalidad de La Plata (1995). En 2001 fue designado Ciudadano Ilustre de la Ciudad de La Plata.

Desde su partida en julio de 2010, son innumerables los homenajes y textos que se realizan en su nombre y sobre su obra.